sábado, 21 de agosto de 2010

Lucas 9,51-55



51 Como ya se acercaba el tiempo en que sería llevado al cielo, Jesús emprendió resueltamente el camino a Jerusalén. 52 Envió mensajeros delante de él, que fueron y entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento. 53 Pero los samaritanos no lo quisieron recibir, porque se dirigía a Jerusalén. 54 Al ver esto sus discípulos Santiago y Juan, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que los consuma?» 55 Pero Jesús se volvió y los reprendió. 56 Y continuaron el camino hacia otra aldea.

Jesús de Nazareth decide libremente ir a Jerusalén. Para él, Jerusalén significa martirio, muerte, la prueba definitiva de su amor. Jesús es consiente que las supremas autoridades judías quieren su cabeza porque subvierte el orden religioso establecido. Sabe que subir a Jerusalén es peligroso, ahí lo esperan los celosos guardianes e intérpretes divinos que han jurado hacerlo callar. Su vida peligra en Jerusalén, sin embargo, decide libremente cumplir la voluntad de su Padre; asume el compromiso mesiánico hasta las últimas consecuencias.

Para llegar a Jerusalén atraviesa tierra samaritana, espera encontrar posada, pero es rechazado, le niegan hospitalidad porque se dirige a Jerusalén, el centro religioso de los judíos, la competencia de los samaritanos. Aquella mezquindad religiosa todavía gobierna nuestro mundo, las fronteras cultuales siguen infranqueables. Es más fácil y práctico considerar como prójimo al compañero de credo, al hermano de asamblea y al directivo de la cofradía. La melosidad se desborda para recibir al pastor y a los miembros del grupo de oración, pero todas las puertas se cierran, incluso se niega hasta una sonrisa para el disidente, para el pagano que está en el credo equivocado, es decir, el que se congrega en un culto que difiere al nuestro. La monumentalidad de esta frontera no sólo incluye sectas e iglesias separadas de la católica, también dentro de la misma iglesia se profundiza cada día. Los extremos quedan en evidencia cuando desde el púlpito se bendicen cruzadas y se sataniza a los que no comulgan con el pensamiento oficial. El ecumenismo es un sueño que todavía no está presente en las mitras y los báculos de Latinoamérica.

El universalismo del mensaje cristiano es una misión que tiene pocos obreros, las fronteras religiosas siguen dividiendo, los muros religiosos continúan provocando muerte, marginación e injusticia. Las iglesias se manejan como feudos, a los fieles se les trata como esclavos y la doctrina es una cadena que amordaza el pensamiento.

Cuando los rechazados son los que están en la cúspide, los del círculo de los privilegiados, la reacción es la de los boanerges, se apresuran a proclamar edictos para fulminar y consumir a los rebeldes. La solución que plantean los que están en el poder, siempre es la misma, aplastar, aniquilar, borrar del mapa; los políticos y los fanáticos piensan como empresarios, les interesa que en el mercado sólo aparezca su producto y que cualquier indicio de competencia se elimine de inmediato. También en la Iglesia se practica la carnicería comercial, en el Código Canónico se establecen normas para expulsar, excomulgar, a los que se atreven a caminar en forma diferente a las normas establecidas. La libertad y la democracia están fuera del léxico eclesiástico.

¡Aplastar! es el término predilecto de los tiranos, de los que aseguran tener la verdad, de los que en el nombre de Dios dirigen, consienten o no denuncian los genocidios de la injusticia social. La actitud de Jesús es diferente, fue rechazado, condenado injustamente, y sin embargo, jamás guardó odio ni rencor: ¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen! Y a los hijos del trueno los reprendió, no aceptó la actitud revanchista, ni el abuso del poder. Jesús espera que lo aceptemos con libertad, no pretende obligarnos con la amenaza del infierno; respeta nuestra libertad, espera que aceptemos la voluntad divina con absoluta libertad.


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