viernes, 24 de diciembre de 2010

La primera navidad...





Estamos tan acostumbrados a las luces de fantasía, a los pesebres de marfil y a los regalos de los Reyes Magos que ya no es fácil creer en la primera noche de Navidad; hoy todo parece tan poético, la cueva o el establo es una escena romántica acaramelada con villancicos y finos presentes de las más prestigiosas marcas y de los precios más exorbitantes. Aquella noche fue diferente, quizás hubo estrellas, una fría noche iluminada por un cielo abierto sin fronteras, lágrimas y mucha ilusión, pero la escena careció de lujosos decorados, no había nada, sólo el amor de unos padres que con mantas viejas cobijaron aquellos sueños, aquella ilusión, aquel pequeño, frágil y tierno, el hijo de una de las parejas más enamoradas de este mundo.

Hoy le llamamos el Hijo de Dios, el Señor, el Cristo, pero aquella noche sólo era Jesús; un niño de una familia pobre, de una familia humilde y trabajadora, el hijo de José y María. Nos inventamos los ángeles, los pastores y hasta reyes porque nos cuesta creer que el hijo del Altísimo nació en el silencio anónimo y con todas las limitaciones de los pobres. Aquella noche fue única, marcada por el amor, un parto difícil porque aquel pequeño varón siempre fue inquieto, curioso, sonriente y llorón cuando los pechos de la joven María tenían poca leche, porque era hambriento como todos los pobres, un pequeño que dormía en el día y daba lata por la noche; pobre José que se desgració a pasearlo a los tres de la mañana, después quien aguantaba los gritos del niño pidiendo los brazos en plena madrugada.

En aquella primera Navidad no hubo regalos ni villancicos, sólo hubo la silenciosa solidaridad de Dios con los pobres y humildes, con los marginados y despreciados, los impuros, los que no tenían un puesto reservado en las primeras bancas del templo. La misteriosa e incomprensible solidaridad de Dios que se encarnó en uno de nosotros, en un inocente y desprotegido niño que durante nueve meses se había formado en el vientre de su madre María. Aquel pequeño sólo era un pobre más, el hijo de dos piadosos judíos que pacientes esperaban al Mesías prometido.

Una familia pobre que a diario luchaba para sobrevivir en aquella sociedad plagada de injusticias, una familia que confiaba en el Altísimo y esperaba la liberación del pueblo de Israel. José ni fue anciano ni marido postizo para María, fue su enamorado, el esposo que cuidó hasta los antojos de su mujer embarazada, el que pasó orando para que su primogénito naciera fuerte y sano para continuar con el negocio de la carpintería, el que si hubiese sido niña también saltaría de gozo, el que lloró cuando, por primera vez, cargó en sus brazos a su pequeño y sonriente hijo. José de Nazaret, el padre de Jesús, al que hemos convertido en viejo para salvaguardar la virginidad de su esposa, como si los viejos no fueran libidinosos y ávidos de lujuria; no, María no era tonta ni enferma para acompañarse de un viejo achacoso que pronto la dejaría viuda, María se enamoró de José, de aquel joven carpintero, piadoso y alegre que le amaba con locura, con quien, como toda doncella israelita, esperaba tener una familia numerosa, llena de niños y niñas correteando por el patio y jugando a las travesuras más creativas.

Hoy queremos convertir a José en un castrado, hoy aplicamos los cánones medievales de la virtud a una pareja que se amó sin reservas, que por fe aceptó el insondable misterio de la encarnación divina y le dio a Jesús una familia pobre, humilde y numerosa contagiada de amor y solidaridad. Aquella primera Navidad fue única, sin luces ni regalos, sin villancicos, sin reyes ni pastores, solo el amor y la solidaridad de una pareja que se amó radicalmente sin reservas.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Mt 24,37-44




Primer domingo de Adviento A

Dos mil años de religión, soberbias catedrales de piso de mármol, mitras bordadas con hilos de oro y masivas concentraciones, reflejan la imagen triunfalista de una iglesia acostumbrada a dominar, un régimen eclesial que impone doctrinas, ajusticia herejes y canoniza benefactores. Siglos de protocolo, ceremonias casi mágicas y dogmas con sello divino, fortalecen el poder eclesial que, en nombre de Dios, canoniza y defiende la estructura religiosa oficial. Estructura que se impone como sagrada y única, que exige obediencia ciega y aplasta a los irreverentes que se atreven a desafiarla. Con el paso del tiempo se perdió la novedad, se olvidó la itinerancia y los soñadores fueron desterrados por romper el orden establecido.

La iglesia perseguida, la iglesia marginal, la que ansiosa esperaba la llegada de su Señor se casó con el cetro imperial, y desde entonces, domina, persigue y condena; ya no camina, ya no espera, se hizo poder. Un poder que margina y condena a los rebeldes que no se someten a los cánones establecidos, persigue a los que provocan riesgos e incertidumbre y usa la tradición y la doctrina para perpetuar el dominio y los privilegios adquiridos. Una vieja estructura inmóvil y adormecida que dejó de ser camino y se convirtió en el punto de llegada; perdió la espontaneidad y dictó normas para regular el pasado, presente y futuro de sus súbditos; olvidó la frágil tienda de campaña y se instaló en palacios y fortalezas. No se mueve, no camina, está enraizada en las gestas victoriosas del pasado, en las conversiones masivas que impulsó la espada, en el oro y el incienso que tapizan los templos; está enterrada en los sermones que ocultan la miseria, los crímenes y la corrupción de sus ministros. La iglesia deja de ser camino cuando está embriagada de poder, cuando ilusamente pretende ser el intérprete de Dios al que cree controlar, cuando imita a la aristocracia feudal y con el látigo intenta imponer sus conceptos sobre Dios; deja de ser camino cuando olvida la misericordia divina porque profesa una justicia que, casualmente, responde a los enunciados oficiales.

Una iglesia inmóvil, atrincherada en sus palacios y protegida por los benefactores que limpian la conciencia con limosna, es una iglesia incapaz de permanecer alerta a las señales de los tiempos, tiene hipotecada su voz y está al servicio de la lógica mercantil que se ríe de los locos y soñadores que, con apenas un arca, quieren salvar a la especie humana del diluvio universal. Una iglesia adormecida no vigila, reposa tranquila porque cree que la doctrina, el pecado y las indulgencias son suficientes para cumplir su misión; no vigila porque se ha creído que es la depositaria, con patente de exclusividad, de la salvación eterna.

Una iglesia que se escuda en fortalezas patrocinadas por políticos y comerciantes, que está arrinconada en los palacios y no sale para no embarrarse con el lodo de la miseria, no está preparada para cuidarse de los ladrones, ya fue secuestrada por pastores y fieles piadosos que suspiran por el reino celestial, comulgan con ángeles, levitan y hablan lenguas. Una iglesia sometida a la ideología dominante, construirá hermosos templos, aparecerá en la televisión, será siempre noticia, estará invitada a los carnavales oficiales y bendecirá látigos, armas, bancos y prostíbulos de ideas.

Una iglesia inmóvil, atrincherada, sometida al poder, tiene sobrepeso, agoniza y no puede caminar, no está en vela, está secuestrada por los piadosos, los comerciantes y los políticos. Una iglesia que ya no espera a su Señor, necesita conversión, debe volver a sus orígenes, tiene que retornar al Evangelio... al riesgo, a la inseguridad, al camino. Esperar a Jesús de Nazaret, el Hijo del hombre, el Crucificado-Resucitado significa abandonar el poder y asumir la causa de los pobres; significa dejar la comodidad del palacio para caminar por la senda del Evangelio.



domingo, 21 de noviembre de 2010

Mateo 23,14






¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que devoráis los bienes de las viudas, mientras hacéis largas oraciones para que os tengan por justos! ¡La sentencia para vosotros será más severa!

Los buenos, los que están cerca del altar, los que nunca faltan a misa y son parte de todos los movimientos parroquiales, los que se creen salvos y esperan que todos les admiren su piedad y les imiten su generosidad y entrega a la iglesia, son los mismos que en tiempos de Jesús cuidaban las apariencias para ser alabados en las plazas públicas, para tener los primeros puestos en la sinagoga y en las celebraciones.

Los fariseos eran expertos en imagen pública, hasta la vestimenta les servía para promoverse, lo esencial para ellos era la apariencia, que todos los reconocieran como piadosos; se consideraban los intérpretes de Dios, los celosos custodios de la tradición. Pero aquella religiosidad era una farsa, una máscara para ocultar su mundo depravado; ellos, los piadosos que recitaban oraciones interminables, los que permanecían de pie frente al altar, los venerables, los teólogos... ellos despojan de sus bienes a las viudas. Tanto incienso, velas y rezos sólo para ocultar sus prácticas pervertidas que convertían a las viudas en frágiles víctimas de la ambición y avaricia de los maestros de la ley.

La falsa piedad es siempre un disfraz que esconde la podredumbre del corazón, es el refugio de los cobardes que esperan cambiar el mundo con plegarias sosas y monótonas, es el opio que adormece y domestica las conciencias; la falsa piedad es la máscara perfecta para estafar en nombre de Dios, para condenar en nombre de la ortodoxia y desterrar a los herejes que no beben agua bendita ni practican las sagradas devociones ni las novenas de los santos de escayola. Los que se codean con el clero representan la versión más refinada de los fariseos, en los templos ocupan sillas especiales, cerca del altar y lejos del pueblo pecador, son la sombra de los curas y se creen con derecho a juzgar y condenar a los que no pertenecen al círculo de los privilegiados. El problema no es que dirijan los movimientos de pastoral, los grupos de oración, las cofradías y la casa del cura, el problema es que viven una falsa piedad que amontona rezos, cortinas e incienso, pero nunca se traduce en praxis evangélica, la buena nueva no se predica a los pobres, la liberación no alcanza a los oprimidos, la fe se reduce a culto, limosna y misas. Esta piedad de apariencia justifica la resignación, la explotación, el consuelo en el más allá; y de paso, ganan aplausos, el respeto de los poderosos, la admiración y el beneplácito de la jerarquía eclesiástica. Fariseo es también el rico que los domingos comulga con su traje impecable, pero el lunes explota a sus empleados, despide a los ancianos y cambia las pesas y medidas para obtener más ganancia con el menor costo posible, total negocios son negocios; pero también es fariseo el pastor que tolera esa hipocresía y no denuncia la incongruencia entre fe y vida, el que calla para no perder las limosnas de los que patrocinan sus campañas parroquiales.



domingo, 14 de noviembre de 2010

Juan 15,15




Desgraciadamente las iglesias se forman de amos y siervos. Los amos se imponen en nombre de Dios, se consideran los únicos intérpretes de la voluntad divina, los guardianes de la ortodoxia y los jueces que exigen obediencia ciega y absoluta. Los amos están en la cúspide, en el mundo intocable, en el Olimpo de los privilegiados; a ellos les corresponde decidir qué es lo santo y qué es lo profano, satanizan las rebeliones, excomulgan opositores y les sobran cadalsos y hogueras para ofrecer a quienes olvidan postrarse de hinojos. Los amos cobran el diezmo, consumen caviar, presumen el lujo como bendición divina y se codean con los poderosos que lavan sus fechorías con limosnas y obras de caridad. Los amos explotan a sus fieles, les hacen trabajar como esclavos, sin paga ni reconocimiento; los siervos no pueden olvidar el onomástico del amo, pero ellos son piezas desechables, sin nombre ni historia. Hay amos a todo nivel. Desde soberanos con púrpura y cátedra hasta pequeños dictadores de pueblo, sin olvidar los fundadores de cultos y los dueños de asambleas y grupos de oración. Los amos acomodan los sermones a sus intereses, multiplican las costumbres piadosas y vacían de contenido el Evangelio.

La comunidad de Jesús de Nazaret no estaba integrada por amo y siervos, no había jerarquías opresoras ni tribunales de inquisición; todos laicos, sin ningún privilegio clerical, sin grados ni precedencias. Aquella fue una comunidad de amor. El profeta de Galilea convirtió a sus discípulos en amigos, en entrañables compañeros que se entregan en cuerpo y alma al servicio de los demás. No les exigió credenciales de buena conducta ni les obligó a permanecer célibes, los hizo amigos, partícipes de una comunidad dispuesta a cumplir la voluntad de Dios. El único requisito para pertenecer al grupo era amar como amó Jesús de Nazaret, sin límites ni medida, sin lógica ni cálculo, hasta las últimas consecuencias. Un amor que rompió los sagrados prejuicios y unió a pecadores, prostitutas, ladrones y piadosos; un amor que se tradujo en justicia y liberación para los oprimidos por el mal y los marginados de las estructuras de poder. La comunidad de Jesús de Nazaret fue una comunidad liberada y liberadora. Sin estructuras para oprimir y sin cargos para presumir. Los privilegios se reservaron para los pequeños, los pobres, las viudas y los enfermos; los social y religiosamente marginados fueron acogidos fraternalmente; se toleró las diferencias y se estableció como único principio distintivo: amarse los unos a los otros, como Jesús de Nazaret los amó.

La Iglesia si pretende ser la comunidad del Crucificado-Resucitado está obligada a desprenderse de siglos de poder, de símbolos medievales, cargas irracionales y estructuras feudales que le impiden ser una comunidad fraternal. Si la estructura clerical, no se transforma en ministerio de servicio pastoral y en testimonio de amor martirial, actuarán como los dueños del redil, impondrán sus caprichos y olvidarán que solamente son los obreros de la mies del Señor. La Iglesia está llamada a ser metáfora del reinado de Dios, en el cual no existen dictaduras ni tiranías, amos ni siervos porque Jesús de Nazaret nos hizo amigos.




domingo, 24 de octubre de 2010

Juan 14, 27




La paz os dejo, os doy mi paz, y no como la da el mundo. No os turbéis ni os acobardéis.


Cesar Augusto logró el milagro: cerró las puertas del templo de Jano, las cuales debían permanecer abiertas en los períodos de guerra, y declaró la pax romana. Los enfrentamientos civiles fueron aplastados, los legionarios sometieron a los rebeldes, prosperó la arquitectura, los nobles cultivaron las artes, floreció la literatura y las arcas del Estado se colmaron con el oro y la plata que provenía de las provincias conquistadas.

El imperio impuso su paz. Roma modeló la paz a su medida. Una paz conquistada por la espada, a precio de invasión y sangre; el mundo era Roma, la paz era la tranquilidad y la prosperidad de la nobleza imperial. Los harapientos que morían de hambre, los esclavos, los campesinos de segunda y tercera clase, los marginados, de ellos… apenas logramos imaginar su existencia porque la historia oficial, eclipsada por el esplendor de Augusto, no reconoce aquella masa que aprendió a sobrevivir con pan y circo. Los sabios conocían el secreto: si quieres la paz, prepárate para la guerra.

También en aquella época, en un pequeño pueblo sometido por la espada imperial, un galileo, sin título ni jerarquía eclesial, un campesino de Nazaret, un soñador que esperaba la inminente instauración del reinado de Dios, un profeta que presentía su fin, se despidió de sus amigos: Mi paz os dejo, mi paz os doy. Y no la doy como la da el mundo. Aquel shalom era más profundo que el acostumbrado saludo de los judíos y radicalmente distinto a la pax romana.

La paz de Jesús de Nazaret no es la ausencia de guerra, mucho menos la prosperidad de la potencia dominante; no es el fruto de la invasión ni el resultado de la fuerza que se impone al más débil; no se funda en el vasallaje ni en la represión de las ideas contrarias, no se logra con la violencia institucionalizada ni con el chantaje político que comercia con la voluntad, el hambre y la desocupación de los marginados. La paz de Jesús de Nazaret nada tiene que ver con la pax romana que anhelan las potencias mundiales que con misiles, armas químicas y tanques se proclaman los gendarmes de la humanidad; tampoco tiene que ver con la ambición de los pequeños dictadores que en nombre de la ortodoxia excomulgan, destierran o degüellan a sus adversarios; ni es la fantasía provocada por los líderes mediáticos que manipulan con el neón de la propaganda y el vino de la publicidad. No el opio que adormece a quienes aceptan el sometimiento y la resignación como requisitos para ingresar en el idílico paraíso celestial; no, la paz de Jesús de Nazaret es fruto de la justicia, del amor y la libertad.

No puede haber paz si no hay justicia. Las víctimas de las estructuras económicamente dominantes tienen derecho a ser desagraviadas, no solo a que se les reconozca como personas sino que se les trate como personas y no como piezas de la maquinaria capitalista diseñada para enriquecer a unos pocos. Las luchas reivindicatorias, la denuncia profética, el compromiso con los pobres, la solidaridad con los oprimidos y marginados, son manifestaciones de la ortopraxis evangélica de los artesanos de la paz. La lucha por justicia está inspirada en el amor, no puede ser venganza, odio ni rencor; no se busca derrocar a un dictador para imponer a otro, quizá peor. El mandamiento del amor es lo que fundamenta la justicia. Amor que ante todo es solidario: con los más necesitados, aquellos que la sociedad de consumo ignora porque no tienen para gastar. Solidaridad que implica compartir y no arrojar las migajas que sobran y están podridas. Amor que libera y no limosna que esclaviza.


domingo, 17 de octubre de 2010

Lucas 6,37




37 No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.

El Reino de Dios requiere auténticos pastores que, ante todo, deben ser discípulos del Maestro. Cuando un pastor olvida que su ministerio es servicio y discipulado no es más que un falso pastor, un guía ciego que conduce a la perdición.

Dirigir, a veces, provoca una desequilibrada autoridad que se emplea para juzgar y condenar; erróneamente, el falso pastor se considera dueño de la verdad, se instala como tribunal para juzgar y condenar a los que piensan de manera diferente, justifica su acción aduciendo que es el depositario de la tradición, el intérprete oficial, por eso, condena, destierra, ordena callar a los que considera contrarios a la ortodoxia de la cual ha sido investido como guardián. Esta actitud es contraria al evangelio... juzgar es un atributo divino que no pueden usurpar los hombres; el cristiano no debe juzgar ni condenar para no ser juzgado ni condenado, al ciudadano del Reino le corresponde perdonar, ser misericordioso, el modelo es el Padre que es misericordioso, que perdona nuestras faltas y siempre está dispuesto a recibirnos.

El que tiene el encargo de guiar corre el riesgo de olvidar que es un instrumento de arcilla, frágil y pecador, la responsabilidad le confunde y cree que fue escogido porque es el mejor, el bueno, el que puede reprochar a los demás. El falso pastor es experto para descubrir y señalar la paja de sus hermanos, pero no ve la enorme viga que está en sus ojos. Critica, juzga y condena a sus hermanos por las faltas más mínimas, excomulga al prójimo porque no es piadoso ni se acerca al confesionario, les ataca porque son liberales para leer las Escrituras, los sataniza porque no se someten al canon oficial; pero olvidan que el amor a Dios y al prójimo exigen luchar por la justicia. Los falsos pastoren pretenden ignorar que Dios ama preferentemente a los pobres, a los humildes, a los marginados, a la escoria de la sociedad.

Denuncian las faltas contra el culto, el ayuno y la limosna, pero no se atreven a descubrir que ellos explotan a sus hermanos, los maltratan, los pisotean y en nombre de Dios los trasquilan. Razgan sus vestiduras porque sus feligreses no están casados, se escandalizan porque los chicos se masturban y las parejas se divorcian, pero no son capaces de reconocer que bendicen armas, lavan dinero, santifican sistemas que explotan y marginas a los pobres, aplauden guerras y se lucran con la religión. Hipócritas que creen que el hábito les exime de vivir el evangelio.

domingo, 3 de octubre de 2010

Amar como Jesús amó






1. Introducción

¿Es posible amar en un mundo desgarrado por la violencia, la marginación y el odio? ¿Será posible hablar de amor cuando en nombre de la libertad y la democracia se aplasta a los más débiles? En un mundo consumista que se alimenta de la mentira y de la injusticia, donde lo que importa es ganar y se privilegia el tener, ¿será posible amar?

¿Es posible amarnos los unos a los otros cuando el interés y el egoísmo carcomen las relaciones humanas? Hoy, que se privilegia el poder para someter a los demás, la sociedad admira y premia a los grupos minoritarios que son capaces de obtener ganancias económicas exorbitantes a costa de la explotación de las mayorías, en este mundo mercantilizado… ¿será posible amarnos los unos a los otros? ¿Será posible romper las fronteras sociales y hacer de esta tierra una patria común? ¿Será posible amarnos aunque a cada instante se repita la historia de Caín y Abel?

¿Es posible amarnos como Jesús nos amó? Hoy que nadie quiere comprometerse y que se teme al sacrificio como a una lepra mortal, hoy que se prefiere callar para mantener la diplomacia y la cordura social, ¿será posible amar hasta las últimas consecuencias como nos enseñó el profeta de galilea?

2. Galilea

Jesús de Nazaret presentía su final, su mensaje era incómodo para las autoridades del templo, era un loco, un blasfemo, un soñador que, con su palabra y su vida, desafiaba a la religión oficial, sus días estaban contados. En aquella agonía que sólo comprenden los perseguidos, los desterrados y los acosados por el sistema, el profeta galileo preparó a sus amigos para que continuaran con el anuncio del reinado de Dios.

Les enseñó que el hombre es más importante que la ley, que el incienso y los sacrificios no sirven de nada si no hay justicia y misericordia, ante Dios no cuenta la riqueza ni los honores ni la jerarquía… importa el corazón, la entrega sin límites, el compromiso y la opción por él. Jesús de Nazaret, la parábola de Dios hecha carne, con su vida y su palabra demostró que es posible amar en este mundo.

La novedad de su mensaje es revelar, no al Dios poderoso que aplasta y condena, sino al Padre que ama y perdona, que sonríe a los pequeños, sufre con los pobres y llama a los pecadores. Esta forma de amar es escandalosa, no se ajusta a la ortodoxia religiosa. Quien ama así, está condenado a la cruz, no debe vivir, porque molestan e incomodan sus críticas, es peligroso para el sistema, es indomable, no se vende, es consecuente. Así es el amor de Jesús de Nazaret. Un amor hasta las últimas consecuencias.

La muerte de Jesús fue una consecuencia inmediata de su palabra, de su vida, de su amor; fue provocada por el poder religioso del pueblo judío y el poder político del imperio romano; fue un ajusticiamiento porque subvirtió las creencias oficiales y la manera de rendir culto a Yavhé. No se trata de una muerte querida por Dios, no es el precio de sangre exigido para la redención; el amor del Padre no necesita ni demanda sacrificios humanos para darnos su perdón. No. La muerte de Jesús de Nazaret es la consecuencia de su amor, de la entrega sin límites a la causa del Padre; es el castigo por su escandalosa opción por los pobres, los pecadores, los marginados y los excluidos del sistema. Jesús fue víctima de quienes se consideraban los intérpretes de Dios, los guardianes de la ortodoxia, los que no fueron capaces de tolerar la novedad del Dios amor predicada por el profeta galileo.

3. El mandato del amor

El Reino de Dios es el tema central de la predicación de Jesús de Nazaret. En aquel tiempo, el pueblo judío esperaba el gobierno divino para reivindicar sus pretensiones nacionalistas, esperaba un mesías que dirigiera la resistencia y destronara a los invasores.

El mensajero del Reino de Dios, fue un galileo, no era teólogo ni pertenecía a la casta sacerdotal, un profeta desconocido que reveló el rostro humano de Dios. Yavhé no era el señor de los ejércitos que aplastaría a los romanos, tampoco enviaría al fuego eterno a los paganos, ni era juez para condenar a los apóstatas, el Dios de Jesús de Nazaret es el Padre que ama su creación, que ama especialmente a los pecadores, a los pobres, a los marginados de la sociedad y de la religión.

El reinado de Dios predicado por Jesús de Nazaret exige una radical orientación de las relaciones humanas; en adelante, prójimo no será mi compañero de credo ni el que aplaude mis ideas… prójimo será el necesitado, el que está tirado en el camino, el que tiene hambre, el pobre, el enfermo.

El reinado de Dios comenzó con Jesús de Nazaret, aquí en esta tierra, en este mundo en el que vivimos, no es una realidad del más allá; en la presencia de Dios tiene su plenitud, pero comienza aquí: cuando hacemos vida el mandato del profeta galileo. El reinado de Dios se expresa en el mandamiento nuevo que nos dejó Jesús de Nazaret: ámense los unos a los otros como yo los he amado.

4. Los testigos

Se puede amar en este mundo, podemos amarnos los unos a los otros, podemos amar como Jesús nos amó. La historia registra miles de testimonios de hombres y mujeres que amaron como el profeta galileo. El apóstol Santiago, el primero de los Doce en recibir el martirio; el diácono Esteban, perseguido y apedreado por las autoridades religiosas de Jerusalén; Lorenzo, diácono y mártir, quemado por el emperador Valerio, por servir a los pobres y marginados de Roma.

En nuestros días los testigos del amor también iluminan nuestros pasos… Teresa de Calcuta, el amor hecho mujer, la entrega sin medida a los pobres, el servicio a los miserables que la sociedad pretende ignorar. Oscar Arnulfo Romero, la denuncia profética que le llevó al martirio, la voz de los sin voz, el pastor y mártir que merece ser beatificado como dijo el Papa Benedicto XVI. Ellos amaron como Jesús de Nazaret amó.

5. El amor cristiano

El apóstol Santiago, los diáconos Esteban y Lorenzo, la madre Teresa y Monseñor Romero fueron capaces de amar como Jesús de Nazaret porque tenían un corazón joven y soñador. Los que tienen el alma vieja, son calculadores y llaman prudencia a la cobardía, no se arriesgan porque temen perder sus privilegios, prefieren convertir el evangelio en un manual de diplomacia para mantener la cuota de poder que les asigna el sistema. Los que sueñan, los que llevan en sus venas la juventud, los que se arriesgan y luchan por un mundo nuevo de justicia y libertad son los que aman como Jesús de Nazaret.

No se trata de un amor simbólico, el amor no se puede espiritualizar, se ama con todo el ser y no con discursos prefabricados; el Evangelio nos revela que el amor de Jesús de Nazaret fue un amor solidario, liberador y comprometido.

Es un amor solidario capaz de romper las estrechas fronteras de los credos religiosos, que tiende la mano a quien lo necesite, aunque piense distinto y combata nuestras ideas. Amor solidario no es la penosa limosna que pretende lavar la usura, la explotación y la corrupción; tampoco es dar a los demás lo que sobra y huele a podrido; al necesitado no se le entrega la basura ni las medicinas vencidas. La solidaridad no es una inversión comercial que se cobra en el fisco o se divulga en los periódicos.

Es un amor que libera. Sentir lástima es bochornoso, es pisotear la dignidad de las víctimas; el paternalismo también es bochornoso porque esclaviza y condena; a los hombres no se les tira alpiste y se les corta las alas; no se les da un pedazo de pan y se les mantiene marginados. Ama quien lucha para romper las cadenas que oprimen, quien denuncia la injusticia y le enseña a los pobres a combatir la pobreza. El amor es el que impulsa a no someterse a los vejámenes que imponen las estructuras que solamente protegen los intereses del sector económicamente dominante.

Para que nuestro amor sea un gesto liberador es necesario prepararse a conciencia, la ignorancia es la mayor miseria y el arma más cruel y eficaz de los tiranos. Los jóvenes que estudian y son mediocres serán los viejos que besen las botas de los verdugos. Los jóvenes que no se atreven a pensar y se dejan embobar por el consumismo serán las marionetas del mañana, los esclavos del sistema, los tontos que alimentan los bolsillos de los poderosos.

El amor de Jesús de Nazaret es un amor comprometido con los más necesitados, con los pobres que solo cuentan en las estadísticas gubernamentales; con los parias que cargan con la cruz de la sospecha; con los sin trabajo que no encuentran ninguna oportunidad para desarrollarse como personas. Un compromiso que no es un discurso intelectual ni un sermón de domingo, que no es ideología ni oferta electoral. Amar a los pobres es entregarse a ellos como lo hizo el profeta de Galilea, hasta las últimas consecuencias. Amor comprometido significa: luchar cada día para ser mejores, en la escuela, en la universidad, en el trabajo, en la familia. Solamente los jóvenes y los soñadores tienen la capacidad de amar como Jesús de Nazaret nos amó.

6. La invitación

Los cobardes, los cómodos, los que le temen a la bravura del mar y siempre se quedan calentándose en los fogones del puerto, esos muñecos de alfeñique nunca serán capaces de amar como Jesús amó. El miedo, la prudencia, el qué dirán, el interés y la falsa espiritualidad: paralizan, alienan y domestican la religión; pero el evangelio es libre, indómito y no se deja domesticar. Es un desafío para los que no temen arriesgar el pellejo, para los que sueñan y luchan por un mundo nuevo.

Por amor hay que soñar un mundo más justo y humano, hay que luchar para que crezca y sea visible el reinado de Dios. A ustedes los jóvenes corresponde capitalizar el testimonio de quienes dieron su vida por amor. El fuego que encendió Jesús de Nazaret y que se mantiene vivo por el incansable apostolado de testigos como Santiago, Esteban, Lorenzo, Teresa y Romero pasa a cada uno de ustedes para que aviven las llamas del fuego del amor… con la juventud, los sueños, la esperanza, la lucha y el compromiso por la justicia y la libertad.

Amar como Jesús nos amó, con un amor solidario, liberador y comprometido.

Encendamos el mundo con amor…