domingo, 26 de septiembre de 2010

Lucas 5,12



12 Estando Jesús en uno de esos pueblos, se presentó un hombre cubierto de lepra. Apenas vio a Jesús, se postró con la cara en tierra y le suplicó: «Señor, si tú quieres, puedes limpiarme.» 13 Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda limpio.»

En el pueblo judío la lepra era la mayor expresión del castigo divino, era la venganza de Dios para con los pecadores. El enfermo de lepra era impuro, no podía participar de las cosas de Dios; era un estigma marginador, no se debía tocar, él no se debía mezclar con los puros, con los sin pecado. La lepra solo podía ser curada por Dios, se esperaba como una señal de los tiempos mesiánicos.

El leproso se acercó a Jesús, con el rostro en tierra graficó su humillación y su fe: "si quieres, puedes curarme". Rompió los esquemas judíos, el leproso, el excluido de la vida social y religiosa se acercó a Jesús, le dio alas a su esperanza, se acercó con humildad, reconoció el poder del profeta itinerante y con fe le imploró por su salud.

Ante aquella actitud del leproso, Jesús: lo tocó, le curó la lepra y le ordenó presentarse al clero.

Jesús rechaza la superficialidad de los ritos y las normas de la pureza cultual. No acepta las normas que discriminan y dividen a las personas en puras e impuras, no le teme al contagio porque él es la salud que limpia la lepra. A la fe de aquel marginado respondió con la liberación del mal. Le devolvió la dignidad arrebatada por las llagas, lo reincorporó a la sociedad y a la religión; le devolvió la calidad de ser humano, de la cual, había sido despojado porque era impuro a los ojos de la ley.

A la Iglesia le cuesta aceptar la novedad del reino de Dios; a veces, es más práctico y sencillo conservar y fortalecer las tradiciones, los viejos esquemas llenos de polvo, pero seguros, sin complicaciones, basta dividir a los feligreses en buenos y malos, puros e impuros, leprosos y salvos. En ese mundo, los buenos tienen los mejores puestos, reciben condecoraciones y presiden cofradías y grupos de oración. En cambio, los leprosos, lo que no comulgan a diario, los impuros que se atreven a criticar la voz oficial, los que piensan diferente de la jerarquía, a estos enfermos hay que separarlos del rebaño, son pecadores que están excluidos del culto porque no respetan los ritos oficiales. Son leprosos que contaminan con sus ideas y críticas.

La perícopa interpela a la iglesia para que abandone sus prácticas discriminatorias, para que deje de marginar a sus hijos rebeldes. El evangelio libera, limpia los falsos ritos, retaura la dignidad de los que han sido castigados con el destierro social y religioso. Lucas exhortaba a su comunidad y nos invita a nosotros a vivir un evangelio liberador que no le teme al contagio y es capaz de tocar y sanar la lepra del alma.

El evangelio me interpela a asumir la actitud del leproso y aseguir el ejemplo de Jesús. También soy leproso, enfermo, lleno de imperfecciones, también soy marginado; como aquel enfermo, las llagas del mal, mi mal genio y mi tosco carácter hacen que los demás se aparten de mí. Como aquel leproso debo acercarme a Jesús, con humildad, rec0nociendo su poder y bondad, y con fe le debo decir: si quieres puedes curarme.




domingo, 12 de septiembre de 2010

Lucas 6, 39





39 Jesús les puso también esta comparación: «¿Puede un ciego guiar a otro ciego? Ciertamente caerán ambos en algún hoyo.


Los ciegos no pueden guiar. Los que no quieren ver la realidad y cierran sus ojos para ignorar el evangelio, terminarán en el fango, en el estiércol del egoísmo. Son ciegos los que pretenden erigirse en camino y meta, los que buscan ser el centro de atención y perdieron el horizonte; los que quieren ver solo aquello que se acomoda a sus intereses, los que creen que el evangelio da privilegios y poder para aplastar, los que aseguran que ellos son la norma de interpretación de las Escrituras. También son ciegos los que predican un evangelio desencarnado, un Cristo mutilado; los que pretenden aceptar que el evangelio es compatible con la injusticia, la explotación y la guerra.

Son ciegos aquellos que no se atreven a denunciar la injusticia por miedo a perder escandalosos privilegios que los atan al poder. Ciegos que van a convertir en cómplices de su mentira a sus discípulos, los guían hasta el Dios que se han fabricado porque es más cómodo y beneficioso.

El falso pastor se abroga la autoridad de condenar a sus adversarios, es un hipócrita que denuncia las faltas contra el culto, el ayuno y la limosna, pero no se atreve a descubrir que es cómplice de torturas, explotación y marginación, se cree con poder de juzgar y se emborracha de felicidad cuando condena a los demás. Es un hipócrita que se cree perfecto, tiene un olfato para descubrir las mínimas faltas de los otros, pero nunca reconoce sus errores, su incapacidad, su ineptitud; es un ciego, que no ve porque no quiere no ver, porque cobra por cerrar los ojos a la realidad para no denunciar la injusticia que está clamando al cielo.

El buen pastor es el que ama a sus ovejas, el que da la vida por ellas; el que no juzga ni condena, más bien perdona, el que atiende la voz del Señor que invita a ser misericordiosos como el Padre es misericordioso. El buen pastor es el que se deja instruir por el Maestro y con humildad repite: habla Señor que tu siervo escucha.


domingo, 5 de septiembre de 2010

Juan 10, 11-15






11 Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas.

12 No así el asalariado, que no es el pastor ni las ovejas son suyas. Cuando ve venir al lobo, huye abandonando las ovejas, y el lobo las agarra y las dispersa.

13 A él sólo le interesa su salario y no le importan nada las ovejas.

14 Yo soy el Buen Pastor y conozco los míos como los mios me conocen a mí,

15 lo mismo que el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre. Y yo doy mi vida por las ovejas.


Hoy sobran los pastores asalariados, los explotadores de fieles, los impostores que trasquilan a las ovejas de su rebaño. Con estos falsos pastores ya no es necesario que haya lobos, ellos violan, despedazan y se hartan el rebaño que debían cuidar. Ocupan su báculo para imponer cargas, para desterrar opositores y condenar a los que se atreven a desafiar la autoridad. A los falsos pastores sólo les interesa la fama, los honores y la riqueza; viven en palacios y se codean con gobernantes e influyentes a quienes piden favores a cambio de publicitar sus obras de caridad. Son asalariados del poder, compadres de políticos y hacendados; su palabra es dócil y servil para bendecir a sus mecenas y juzgar a los adversarios del sistema. Hablan de pobres y de caridad, pero jamás se atreven a denunciar las injusticias, nunca protestan por la explotación, ni condenan los salarios de hambre que pagan los empresarios que financian el decorado del templo y pagan la orquesta del culto. Están obligados a defender a los marginados, a los sin nombre, a los que no cuentan en una sociedad consumista, sin embargo, coquetean con los poderosos, bendicen yugos y látigos patronales; desde el púlpito prometen el cielo del más allá, pero aprueban el infierno que viven los pobres de esta tierra. Los falsos pastores son lobos que en nombre de Dios devoran las ovejas de su rebaño.

El buen pastor vive, lucha y muere por sus ovejas. Su vida pertenece a los pobres, a los desposeídos, a las ovejas que anhelan un mundo más justo y humano. Comparte el hambre, el frío, la desesperación y la incertidumbre de las víctimas del sistema. Se le ve en las barriadas, sin trajes de color púrpura ni mitras bordadas, sin guardaespaldas ni carros blindados, sin protocolo ni edecanes. No es un jerarca ni príncipe eclesial, es un pastor que vive la suerte de su rebaño. Los pobres, los rechazados y los pecadores conocen su voz, siguen sus pasos, es uno de ellos que les comprende y acompaña siempre, en el dolor y la alegría, en la esperanza y el fracaso, en la lucha y en la muerte. El buen pastor no es cómplice de los calvarios del siglo xxi, no soporta la cruz de la globalización ni se doblega ante los pilatos que se lavan las manos después de aplastar a los débiles, tampoco comparte la cobarde prudencia de sus hermanos que callan para no arriesgar sus privilegios. El buen pastor es el profeta que denuncia la maldad que esconde la estructura del anti-reino, arriesga su pellejo sin cálculos diplomáticos y se compromete en las justas batallas del pueblo oprimido. Su palabra ilumina y no adormece, revela la verdad y no justifica a los poderosos, libera y no somete ni proclama la resignación, su palabra es fiel al Evangelio y nunca se acomoda a los intereses de los dueños del mundo. El buen pastor es leal hasta el final, las amenazas y las heridas no le detienen, su báculo es firme para defender el rebaño, pelea con los lobos hasta derramar su sangre, no busca el martirio, pero está dispuesto a morir por sus ovejas. El buen pastor sigue los pasos de Jesús de Nazaret.