domingo, 28 de noviembre de 2010

Mt 24,37-44




Primer domingo de Adviento A

Dos mil años de religión, soberbias catedrales de piso de mármol, mitras bordadas con hilos de oro y masivas concentraciones, reflejan la imagen triunfalista de una iglesia acostumbrada a dominar, un régimen eclesial que impone doctrinas, ajusticia herejes y canoniza benefactores. Siglos de protocolo, ceremonias casi mágicas y dogmas con sello divino, fortalecen el poder eclesial que, en nombre de Dios, canoniza y defiende la estructura religiosa oficial. Estructura que se impone como sagrada y única, que exige obediencia ciega y aplasta a los irreverentes que se atreven a desafiarla. Con el paso del tiempo se perdió la novedad, se olvidó la itinerancia y los soñadores fueron desterrados por romper el orden establecido.

La iglesia perseguida, la iglesia marginal, la que ansiosa esperaba la llegada de su Señor se casó con el cetro imperial, y desde entonces, domina, persigue y condena; ya no camina, ya no espera, se hizo poder. Un poder que margina y condena a los rebeldes que no se someten a los cánones establecidos, persigue a los que provocan riesgos e incertidumbre y usa la tradición y la doctrina para perpetuar el dominio y los privilegios adquiridos. Una vieja estructura inmóvil y adormecida que dejó de ser camino y se convirtió en el punto de llegada; perdió la espontaneidad y dictó normas para regular el pasado, presente y futuro de sus súbditos; olvidó la frágil tienda de campaña y se instaló en palacios y fortalezas. No se mueve, no camina, está enraizada en las gestas victoriosas del pasado, en las conversiones masivas que impulsó la espada, en el oro y el incienso que tapizan los templos; está enterrada en los sermones que ocultan la miseria, los crímenes y la corrupción de sus ministros. La iglesia deja de ser camino cuando está embriagada de poder, cuando ilusamente pretende ser el intérprete de Dios al que cree controlar, cuando imita a la aristocracia feudal y con el látigo intenta imponer sus conceptos sobre Dios; deja de ser camino cuando olvida la misericordia divina porque profesa una justicia que, casualmente, responde a los enunciados oficiales.

Una iglesia inmóvil, atrincherada en sus palacios y protegida por los benefactores que limpian la conciencia con limosna, es una iglesia incapaz de permanecer alerta a las señales de los tiempos, tiene hipotecada su voz y está al servicio de la lógica mercantil que se ríe de los locos y soñadores que, con apenas un arca, quieren salvar a la especie humana del diluvio universal. Una iglesia adormecida no vigila, reposa tranquila porque cree que la doctrina, el pecado y las indulgencias son suficientes para cumplir su misión; no vigila porque se ha creído que es la depositaria, con patente de exclusividad, de la salvación eterna.

Una iglesia que se escuda en fortalezas patrocinadas por políticos y comerciantes, que está arrinconada en los palacios y no sale para no embarrarse con el lodo de la miseria, no está preparada para cuidarse de los ladrones, ya fue secuestrada por pastores y fieles piadosos que suspiran por el reino celestial, comulgan con ángeles, levitan y hablan lenguas. Una iglesia sometida a la ideología dominante, construirá hermosos templos, aparecerá en la televisión, será siempre noticia, estará invitada a los carnavales oficiales y bendecirá látigos, armas, bancos y prostíbulos de ideas.

Una iglesia inmóvil, atrincherada, sometida al poder, tiene sobrepeso, agoniza y no puede caminar, no está en vela, está secuestrada por los piadosos, los comerciantes y los políticos. Una iglesia que ya no espera a su Señor, necesita conversión, debe volver a sus orígenes, tiene que retornar al Evangelio... al riesgo, a la inseguridad, al camino. Esperar a Jesús de Nazaret, el Hijo del hombre, el Crucificado-Resucitado significa abandonar el poder y asumir la causa de los pobres; significa dejar la comodidad del palacio para caminar por la senda del Evangelio.



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