sábado, 26 de junio de 2010

Lucas 9, 18-24







18 Un día Jesús se había apartado un poco para orar, pero sus discípulos estaban con él. Entonces les preguntó: «Según el parecer de la gente ¿quién soy yo?» 19 Ellos contestaron: «Unos dicen que eres Juan Bautista, otros que Elías, y otros que eres alguno de los profetas antiguos que ha resucitado.» 20 Entonces les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro respondió: «Tú eres el Cristo de Dios.»


Lucas presenta a Jesús como el modelo de oración. En los momentos más trascendentales Jesús está en comunión con el Padre.

¿Quién dice la gente que soy yo? Jesús ha realizado los signos del reino de Dios, sin embargo, el pueblo de Israel todavía no ha comprendido su identidad. Para unos es Juan Bautista, Elías o un gran profeta, pero no lo conocen, no han comprendido que es el ungido de Dios.

Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Ahora el turno es de los discípulos, ellos fueron llamados para acompañarlo, para ser instruidos y posteriormente anunciar que el reino de Dios está ya presente en nuestra realidad. Pedro, en representación de sus hermanos responde: El Mesías de Dios. El ungido. Pedro confirma la fe en Jesús, reconoce que en él se han cumplido las profecías del Antiguo Testamento.

Lucas traslada la pregunta a los lectores del evangelio, la pregunta es un desafío personal, no es una interrogante retórica, es la invitación a tomar posición frente a Jesús. No basta saber quién es, hasta los demonios le reconocen como el Hijo del Bendito. La pregunta de Jesús es una invitación a optar por él; reconocerle como Mesías implica aceptar el mesianismo de Jesús que no coincide con las expectativas mesiánicas nacionalistas de Israel. El mesianismo de Jesús es el camino de la cruz, el testimonio del siervo sufriente, el martirio por la causa del reino.

La iglesia confiesa a Jesús como el Mesías, pero muchas veces su reconocimiento es una visión distorsionada de Jesús. Lo proclama Cristo Rey para en su nombre aplastar a los demás, el mesianismo que predica la iglesia coincide con las expectativas triunfalistas y nacionalistas del pueblo judío. Fácilmente se olvida la cruz, la opción preferencial por los pobres, el servicio, el martirio; y, por el contrario, se da énfasis a la jerarquía, la autoridad, el magisterio, el poder eclesiástico. Dos milenios de acompañar al maestro de Nazareth y todavía no se comprende que el ungido de Dios es la parábola divina que nos hace presente la misericordia del Padre.

Para mí ¿quién es Jesús? Incansablemente busco una respuesta académica que encierre el misterio cristológico en mis pobres neuronas cerebrales... Jesús no es un concepto ni un tratado universitario; es la presencia divina que me interpela para que asuma el compromiso y la opción por el Reino de Dios. Reconocerlo como el mesías, el ungido de Dios significa dejarse atrapar por la novedad evangélica del reinado del altísimo, el reino del amor.

Los que seguían a Jesús vieron sus milagros y exorcismos, fueron testigos de los signos del reinado de Dios; les curó, les dio de comer, sin embargo, no saben quién es. En la iglesia, los obispos y sacerdotes que han sido consagrados para trabajar por la causa del reino de Dios, a veces, tampoco conocen al Jesús que predican; algunos lo confunden con un promotor social, un revolucionario marxista que quedó desfasado con la caída del muro de Berlín; otros, predican un mesianismo espiritualista del más allá, no conocen a Jesús. Tampoco lo conocen los que pertenecen a dos o tres cofradías y grupos de oración; los buenos, los que siempre creen que están en las murallas de la ortodoxia, los que son fieles a la jerarquía y obedecen la letra de la ley, pero desconocen la experiencia del amor, la libertad y la justicia del reinado de Dios.

Es paradójico, pero, muchas veces, los que creemos estar más cerca de Jesús, no sabemos quién es, porque hemos cincelado un cristo a nuestra medida.


sábado, 19 de junio de 2010

Marcos 16, 14-18








14 Por último se apareció a los once discípulos mientras comían y los reprendió por su falta de fe y por su dureza para creer a los que lo habían visto resucitado. 15 Y les dijo: «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación. 16 El que crea y se bautice se salvará; el que se niegue a creer se condenará. 17 Estas señales acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán demonios y hablarán nuevas lenguas; 18 tomarán con sus manos serpientes y, si beben algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán sanos.»


Los inquisidores, aguafiestas, sabelotodo y canonistas se han apoderado de la iglesia. Lo que en sus inicios fueron pequeñas y ligeras barcas, capaces de navegar en golfos, esteros y puntas; hoy es un enorme buque de hierro, pesado y lento, que requiere puertos y mar profundo. En aquel tiempo eran pescadores, campesinos y hasta recaudadores de impuesto, el único requisito que se les exigió era seguir al profeta de Galilea; hoy se demanda doctores, maestros y sabios expertos en la ciencia de Dios, se hacen llamar eminencias y sueñan, muy clandestinamente, con el púrpura de la jerarquía. Aquellos eran predicadores itinerantes, felices discípulos que anhelaban compartir su experiencia pascual, compañeros solidarios dispuestos a morir por la fe y sus hermanos; dos milenios después, los caminos languidecen sin huellas, se prefiere la comodidad y el banquete palaciego, se discuten dogmas, se añora el latín y se excomulga a los vagabundos que irrespetan las alambradas de la doctrina. La plata, el poder y la fama han prostituido la vocación. Los viejos misioneros de antaño ya no inspiran a los grumetes que viajan en primera clase, con seguro y azafata incluida. Hoy la sotana es sinónimo de status, una obsoleta indumentaria que garantiza visas y abre puertas en el extranjero, un negro pasaporte para escalar peldaños en la sociedad. Los misioneros de antaño suspiraban por África y las tierras musulmanas; hoy, las comunidades indígenas, los cantones y las barriadas no significan nada, el léxico misionero se gasta en congresos y en papeles de escritorio. La misión ya no hierve en la sangre de los religiosos de profesión. El último encargo del Crucificado-Resucitado cayó en desuso. Los nuevos discípulos se afanan por alcanzar prestigio, coleccionan títulos teológicos y se codean con los poderosos, pero olvidaron ser heraldos del reinado de Dios.

Jesús de Nazaret fue un profeta itinerante, un vagabundo de Dios, un soñador que recorrió las aldeas de Galilea; no buscó la fama ni el poder, pobre entre los pobres; amigo de tertulias y del vino, un laico que rompió los moldes religiosos de su época y no se dejó atar por los cánones de la ortodoxia del templo. Un peregrino que pasó haciendo el bien. Liberó a los poseídos por los poderes demoniacos que someten y esclavizan a los sencillos, sanó a los enfermos, curó las heridas de los marginados de aquella sociedad teocrática y anunció la buena noticia de la presencia del reinado de Dios. Llamó bienaventurados a los pobres, a los hambrientos y a los perseguidos; sintió lástima por aquel joven rico que no fue capaz de desprenderse de su confortable seguridad. Su muerte sangrienta selló la fidelidad de su vida. Antes de retornar al Padre encargó a sus discípulos una misión que no se puede soslayar: predicar el evangelio. La buena noticia que se debe transmitir con el testimonio de una vida al servicio del prójimo, especialmente al más necesitado, al que las sociedades consumistas excluyen y aplastan, a quienes la maquinaria productiva desecha por viejos, enfermos e inútiles. Un evangelio que se debe proclamar sin reservas ni prudencias, sin mutilaciones ni torpes diplomacias, que no responda a la conveniencia política ni económica. La misión es proclamar la presencia del reinado de Dios a todo el mundo. El mensaje del Crucificado-Resucitado tiene que llegar con toda su fuerza profética a los señores que controlan este mundo, a los que gobiernan y a los mandan con su riqueza; es terriblemente escandaloso que se llamen cristianos, comulguen en las misas protocolarias y los bendiga la jerarquía eclesial… si se dedican a explotar a sus empleados, son corruptos y solamente les importa incrementar sus ganancias. La misión es predicar un evangelio que libere y sane a las víctimas de la intolerancia, que haga justicia a los mártires de la oposición, que inspire solidaridad y compromiso con los que sufren y están desamparados. Para predicar el evangelio de Jesús de Nazaret no se requiere elocuencia ni demagogia, no se necesita ni hablar en lenguas ni ofrecer milagros… se exige autenticidad y compromiso hasta las últimas consecuencias.

sábado, 12 de junio de 2010

Marcos 10, 35-45





35 Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: «Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir.» 36 El les dijo: «¿Qué quieren de mí?» 37 Respondieron: «Concédenos que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda cuando estés en tu gloria.» 38 Jesús les dijo: «Ustedes no saben lo que piden. ¿Pueden beber la copa que yo estoy bebiendo o ser bautizados como yo soy bautizado?» 39 Ellos contestaron: «Sí, podemos.» Jesús les dijo: «Pues bien, la copa que yo bebo, la beberán también ustedes, y serán bautizados con el mismo bautismo que yo estoy recibiendo; 40 pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde a mí el concederlo; eso ha sido preparado para otros.» 41 Cuando los otros diez oyeron esto, se enojaron con Santiago y Juan. 42 Jesús los llamó y les dijo: «Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones actúan como dictadores, y los que ocupan cargos abusan de su autoridad. 43 Pero no será así entre ustedes. Por el contrario, el que quiera ser el más importante entre ustedes, debe hacerse el servidor de todos, 44 y el que quiera ser el primero, se hará esclavo de todos. 45 Sepan que el Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida como rescate por una muchedumbre.»


El evangelio de Marcos es un testimonio de la fragilidad de los apóstoles, esa tosca arcilla que pacientemente fue moldeando Jesús. Este pasaje es una muestra de la mezquindad y la arrogancia de los hijos del Zebedeo y la envidia de los compañeros. Santiago y Juan quieren los primeros puestos, buscan el honor de estar junto al superior, los demás vienen después; están dispuestos a pagar cualquier precio para ser los primeros, los privilegiados, los de la argolla dorada, los que ejercen el poder. Sus compañeros se molestan, se indignan por esta competencia desleal, los hijos del Zebedeo se les adelantaron en sus ambiciones, también ellos quisieron los puestos de honor, también ellos están interesados en el poder.

Esta escena no ha sido superada, dos milenios después la carrera por el poder es más apretada, se invoca al Espíritu Santo para escoger a la jerarquía eclesial, pero los nombramientos son el resultado de negociaciones, es la coronación de carreras ambiciosas, es la decisión de los gobernantes y del poder económico lo que cuenta en la influyente diplomacia romana. Y los pastores se confeccionan a la medida del gobierno de turno, se busca los menos problemáticos, los más prudentes, los más respetados por la sociedad que se confiesa cristiana, pero explota y margina en sus operaciones mercantiles. Y los que no alcanzaron un cargo también se molestan, afirman que la elección es la menos indicada porque no recayó en ellos que eran los más capaces.

Con el fin de conquistar los primeros puestos, se hace de todo, desde el engaño, la deslealtad y la compra de voluntades hasta utilizar a los demás como peldaños y piezas de nuestro juego. La intriga, la mentira, las promesas y los golpes bajos son los rituales más comunes para asegurar el camino que conduce al poder. Santiago y Juan están dispuestos a todo para lograr sus propósitos, se olvidan de sus compañeros, se olvidan de su misión, su meta es el poder, el privilegio, sus intereses están primero.

La sociedad está gobernada por el más fuerte, el que tiene poder para humillar, imponer sus ideas y aplastar a los demás; gobierna el que puede socavar cualquier levantamiento y no permite la oposición. La iglesia ataca las dictaduras, especialmente las de izquierda, las acusa de ateas y violadoras de la libertad de conciencia, predica la democracia al mundo, pero verticalmente impone sus normas y dogmas, anatematiza a los que no se ajustan a sus cánones, los excomulga, los aniquila religiosa y civilmente. El poder que concentra la curia romana, los obispados y las parroquias perpetúa la mezquina intención de los hijos del Zebedeo. La iglesia no debe ser una estructura de poder, con primeros puestos y súbditos, con jerarcas, príncipes y señores feudales que en nombre de Dios imponen sus caprichos y locuras. El evangelio no es propiedad exclusiva del clero y el Espíritu Santo no es siervo de la jerarquía ni se encierra en las viejas catedrales perfumadas de incienso.

El reinado de Dios que predicó Jesús es libertad y servicio, no es poder que tiraniza ni norma que se impone, es amor. La lógica del reino de Dios es radicalmente distinta a las ambiciones de Juan y Santiago, el que quiera ser el primero que sirva los demás. El pastor es un servidor y no un jerarca, un esclavo y no un tirano; el báculo no es un cetro ni la mitra una corona. Servir no es mandar ni trasquilar las ovejas, es luchar por ellas, pastar con ellas, morir por ellas. Los que buscan el poder viven en banquetes donde se hartan las ovejas más gordas, los que sirven mueren para evitar que los mercaderes trasquilen el rebaño. No debemos confundir la iglesia con el reino de Dios, ni siquiera se le parece, apenas es un camino, una comunidad de seguidores de Jesús. Un camino que será válido únicamente si es una comunidad de servidores no de ambiciosos ni tiranos.

Servir es olvidar mis niñerías y caprichos para pensar en los demás, es ser solidario con el que sufre, es mantener la puerta abierta para el que necesita mis palabras, mi cariño, mi atención. Servir es luchar por los menos afortunados, los despreciados y abandonados por una sociedad mercantilista. Servir es dar la vida por los demás, porque el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y dar la vida por el rescate de muchos.



domingo, 6 de junio de 2010

Juan 6, 51





"Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguien come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo también daré por la vida del mundo es mi carne."


El culto vacío, monótono, mágico y cuyo incumplimiento se castiga con pecado mortal es la imagen desfigurada que la iglesia ofrece de la eucaristía. Un triste ritual inundado de incienso, sermones insípidos, pólvora y el frío gregarismo de los fieles que dormitan distraídos. Una asamblea prisionera de fórmulas que se susurran con rapidez y monotonía, un penoso monopolio clerical que se distancia de los fieles a quienes reduce a la pasividad y el hastío. Un culto deformado con velas y limosnas para atrapar los favores divinos y controlar la voluntad de Dios; un sacramento convertido en magia para curar, ganar plata, bendecir guerras y vencer enemigos. Una pobre caricatura de la cena del Señor que la iglesia primitiva compartió con entusiasmo y testimonio martirial.

Eucaristía es acción de gracias, un reconocimiento al Dios misericordioso que nos congrega en comunidad de fe y amor; es una fiesta para celebrar que el Crucificado-Resucitado está en medio de nosotros, como un hermano que comparte alegría y sufrimiento, sueños y fracasos, luchas y miedos, pobreza y esperanza; un memorial que compromete radicalmente, que sacude nuestras vidas adormecidas y nos envía a proclamar el reinado de Dios en este mundo marcado por la injusticia y la exclusión; es pan y vino compartido para saciar el hambre de los pobres que mueren marginados por un sociedad consumista.

La Eucaristía no puede ser un culto individual que responde a los intereses mezquinos de quienes pagan un rito para tranquilizar sus conciencias, es un encuentro de una comunidad con el Dios de amor para compartir la Palabra que ilumina nuestro quehacer diario. Los estipendios por intenciones fantasmas y por encargos egoístas deberían ser parte del pasado, la liturgia no es mercancía ni es un oficio valuado en dólares que excluyen a los más pobres que no pueden comprar servicios religiosos. Nadie debería vivir del altar. El culto no es negocio para despojar a los pobres de las monedas que tiene para comer ni sirve tampoco para lavar riquezas que huelen a sangre y explotación. Ya es tiempo de desacralizar las limosnas y de retirar de los templos a los santos pedigüeños que ofertan milagros a cambio de velas y unas monedas.

La Eucaristía no se puede improvisar porque es una celebración festiva en la que el Crucificado-Resucitado nos despierta de nuestra mediocridad, proclama que el reinado de Dios está presente en lo cotidiano de nuestra existencia y nos llama al seguimiento radical. Es una fiesta del pueblo de Dios, de los seguidores de Jesús de Nazaret, no es un patrimonio de ungidos ni de privilegiados; es la cena del Señor que comparten pecadores, prostitutas y publicanos, a quienes por gracia divina y no por méritos se ofrece el perdón y la liberación. La Eucaristía no es la fiesta de los puros, los sin pecado, los perfectos, los que siempre encuentran la pelusa en los ojos ajenos y los que gozan de membrecía en varios grupos piadosos; no, la Eucaristía es la fiesta de los aman, de los que están dispuestos a entregar su vida al servicio de los demás, aunque sean imprudentes y poco ortodoxos.

El sacramento es pan y vino, la metáfora del cuerpo y la sangre del Crucificado-Resucitado que fue fiel a la voluntad de Dios hasta las últimas consecuencias, que entregó su vida como un servicio de liberación para la humanidad. Es la metáfora del cuerpo y la sangre de Jesús de Nazaret que recorrió Galilea proclamando el reinado de Dios, curando enfermos y liberando a los oprimidos del mal; que fue tentado por el poder y la fama, que tuvo miedo a la muerte, pero eligió la voluntad de su Padre. La Eucaristía es pan y vino compartido, es compromiso y entrega solidaria con la pasión de un mundo crucificado por la injusticia global que enriquece a una casta privilegiada y empobrece a las mayorías desprotegidas. La expresión litúrgica de consumir el pan y el vino del altar tiene la irrenunciable consecuencia, también sagrada, de compartir nuestro pan con los pobres y necesitados. Alimentarse del Crucificado-Resucitado es compartir el pan, el tiempo y la vida con el prójimo que camina a nuestro lado.