sábado, 31 de julio de 2010

Lc 6,1-2





1 Un sábado, Jesús atravesaba unos sembrados, y sus discípulos cortaban espigas, las desgranaban en las manos y se comían el grano. 2 Algunos fariseos les dijeron: «¿Por qué hacen lo que no está permitido hacer en día sábado?»

Los judíos se escandalizan porque los discípulos de Jesús no se someten a las leyes religiosas que imponen al pueblo. Son escrupulosos para velar por el cumplimiento de la más mínima norma que han desprendido de la ley, pero no son capaces de reconocer al Señor de la ley, al maestro, a Jesús de Nazaret.

Todavía hoy, hay prácticas rituales que son impuestas como la prioridad y olvidamos que lo único que importa es la auténtica opción por Jesús de Nazaret, el Crucificado-Resucitado. La iglesia tiene que tener mucho cuidado cuando promueve la piedad popular, muchas veces, es el opio del pueblo.

Es un grave error que la iglesia se aferre a multiplicar ritos y en nombre de la liturgia convierta la celebración eucarística en una pieza teatral monótona, aburrida y desvinculada de la vida, a la cual se asiste por costumbre, miedo al infierno o para no incumplir un mandamiento que está penado con pecado mortal. Jesús de Nazareth nos diría: el sábado... la ley... la iglesia, es para el hombre, es para el Hijo de Dios y no al revés. Si los judíos sacralizaron el sábado, la iglesia de igual manera se sacraliza, monopoliza el sacramento de la salvación, y de ser camino se convierte en meta, en fin y no en medio.

Cuántos cristianos sacralizan sus retiros, sus asambleas, su grupo, y se olvidan de sus hijos que quedan abandonados en casa, se olvidan del esposo que no tendrá comida caliente, del pequeño que quiere apoyo con sus tareas. ¡Cuántas adolescentes salen embarazadas porque quedan solas en sus casas mientras sus padres aplauden y bailan en las asambleas cristianas. Se emborrachan de fanatismo y se olvidan que el reino no es una fantasía que nos transporta al más allá, sino un compromiso que nos reta aquí, en nuestro hogar, en nuestro trabajo y no en el refugio de la iglesia.

sábado, 24 de julio de 2010

Lucas 6, 21-22



Bienaventurados los que lloran, porque van a reír.

¿Por qué lloramos? Lloramos de tristeza, soledad, desencanto, impotencia; lloramos porque no tenemos paz, porque agonizamos acongojados, la vorágine de problemas nos está hundiendo. En el reino de Dios que debemos construir, el llanto se cambiará por alegría, no porque mágicamente se solucionen los problemas, sino porque confiadamente nos entreguemos a la voluntad divina. Los problemas, las dificultades, las congojas serán más llevaderas porque en el Reino de Dios existe la solidaridad. El llanto del huérfano, de la viuda, del anciano, del enfermo será consolado, será acompañado con sinceridad.

Bienaventurado el perseguido, el loco, el difamado por la causa de Jesús

Bienaventurado el pastor proscrito por la jerarquía, el teólogo excomulgado por el Vaticano que optó por ser fiel a Cristo y señaló proféticamente los escándalos de la iglesia. Bienaventurados los que expulsan de los Seminarios, de las parroquias y de sus iglesias, porque nunca se sometieron al discurso oficial y prefirieron predicar el evangelio. Bienaventurado el pastor que derramó su sangre y es todavía perseguido por sus hermanos de báculo, porque no terminan de entender que Dios tiene una especial preferencia por los pobres, los marginados, los explotados… los esclavos de la maquila.

Bienaventurados los que prefieren el destierro a vivir cómodamente como los perros mudos que no se atreven a denunciar las injusticias y la explotación que provoca el mundo globalizado. Siempre los padres, la jerarquía, los buenos, los sabios, tratan como rebeldes, como locos, como peligrosos a los que rompen las viejas tradiciones dictadas por los mayores, los que detentan el poder económico, político o religioso.




sábado, 17 de julio de 2010

Lucas 9, 46-48



46 A los discípulos se les ocurrió preguntarse cuál de ellos era el más importante. 47 Jesús, que conocía sus pensamientos, tomó a un niño, lo puso a su lado, 48 y les dijo: «El que recibe a este niño en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. El más pequeño entre todos ustedes, ése es realmente grande.»


El ser humano confiesa a los cuatro vientos que todos somos iguales, sin embargo, cuando se reúne, siempre pregunta quién es el más importante del grupo y le preocupa ocupar uno de los primeros puestos. El que está más arriba tiene súbditos, es el centro de atención, el que manda, su opinión es la más importante, es al que todos le deben respeto y obediencia y la cadena continúa hasta llegar al último que prácticamente es el esclavo de todos.

Esta mezquina preocupación también invadió al grupo de Jesús, a los discípulos les inquietaba determinar quien era el más importante, por supuesto, éste sería el jefe, el privilegiado, el amo del grupo. La discusión debió ser agria y acalorada; un encuentro de gritos, ademanes, gestos y codazos disimulados. Y no era para menos, el vencedor de la disputa se impondría a los demás. En la discusión sobraban los argumentos: los más viejos reclamaban el puesto por su experiencia, los jóvenes por su valentía y arrogancia, otros porque fueron los primeros en ser llamados, más de alguno argumentó que era el preferido del maestro y no faltó el que quiso hacer valer sus bienes.

El mundo aplaude a los poderosos, rinde homenaje a los bravucones que lucen medallas de guerra, admira a los magnates que despilfarran la plata, babea por los excéntricos que produce el cine y la televisión... estas caricaturas son las que se creen que están en los primeros puestos, los más importantes, los que gozan de honor y poder. El mundo condecora a los asesinos que aplastan a los rebeldes; mantiene en pedestal a los mercaderes que amasan fortuna con la sangre de sus obreros; elogia la magia financiera que comercia con el alma de los deudores... éstos son los exitosos, los que triunfan, los hombres del futuro, el resto son los fracasados.

La lógica de Jesús es radicalmente distinta: los discípulos piensan en mandar, el maestro en servir; los discípulos buscan la gloria y el poder, el maestro es humilde y obediente; los discípulos se pelean por los primeros puestos, el maestro es el esclavo que entrega la vida por los demás. La paradoja del reino de Dios desconcierta al mundo: los grandes son los pequeños, los primeros son los últimos, los más importantes son los insignificantes a los ojos de los hombres.

En aquel tiempo los niños no contaban en la sociedad judía, nadie se preocupaba por aquellos seres impotentes, pasaban desapercibidos... para Jesús, estos pequeños son los más importantes. Son humildes, limpios de corazón, traviesos, nobles, leales, marginados, olvidados... son el tesoro del reino de Dios. En nuestro tiempo los niños tienen la importancia que merecen, están protegidos, la sociedad se preocupa por su futuro, aunque muchas veces les descuida el presente. Sin embargo, hay otros pequeños que siguen marginados, que solo cuentan para la demagogia política, que la misma iglesia los olvida, pero siguen siendo los preferidos de Dios: los pobres, los últimos de la sociedad, los que son números de estadísticas, los esclavos del mundo capitalista. El tesoro de la iglesia debe ser los pobres, esa interminable muchedumbre que muere de hambre, que es explotada en las maquilas y en los centros comerciales, que duerme en las barrancas y no encuentra trabajo. Estos miserables que lloran con sus manos vacías y se aferran a la vida para salir adelante son, a los ojos de Jesús, los más importantes.

La lección sigue vigente, el que quiera ser el más importante, el que busque los primeros puestos, debe ser como los niños: puro, sin doblez, leal, humilde, sin rencor, al servicio de los demás. Los que predican el evangelio tienen que luchar para defender los derechos de los más pequeños, los pobres, los marginados y los que mueren abandonados; tienen que ser la voz de los humildes y desamparados, la voz de los que silenció el poder y el dinero, la voz de los que no cuentan en la sociedad mercantilista.

"El más insignificante entre todos vosotros, ese será el más importante".







sábado, 10 de julio de 2010

Marcos 12, 41-44



41 Jesús se había sentado frente a las alcancías del Templo, y podía ver cómo la gente echaba dinero para el tesoro; pasaban ricos, y daban mucho. 42 Pero también se acercó una viuda pobre y echó dos moneditas de muy poco valor. 43 Jesús entonces llamó a sus discípulos y les dijo: «Yo les aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros. 44 Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras ella ha dado desde su pobreza; no tenía más, y dio todos sus recursos.»

Las grandes corporaciones de negocios patrocinan millonarias campañas sociales; sus directores reciben aplausos, medallas y toda clase de reconocimientos: el gobierno los pone de ejemplo, las iglesias bendicen su generosidad y los medios informativos destacan con enormes titulares la bondad de los empresarios. Lo que nadie comenta es que esa supuesta generosidad es sólo una inversión más, se gasta en obras sociales para que se multipliquen sus beneficios fiscales, se incremente la publicidad y de paso esas monedas limpian las escandalosas ganancias obtenidas con la injusta explotación de los obreros y los onerosos precios cancelados por los consumidores. Inversionistas son también aquellos ricos del tiempo de Jesús que depositaban sus limosnas con toda publicidad, esas enormes sumas de dinero les concedían el honor y la admiración del pueblo que los tenía como generosos, ganaban el respeto de la clase sacerdotal que les garantizaba la bendición de sus negocios. La generosidad no es una inversión financiera, no se mide en términos de mercado, no es compatible con la publicidad ni tiene que ver con más o menos dinero. Los ricos esperaban comprar la salvación con sus monedas, esperaban domesticar a Dios con sus riquezas, la generosidad reducida al viejo y corrupto concepto de la limosna como inversión espiritual.

Inadvertida por los espectadores del carnaval de los generosos, una miserable anciana, viuda, pobre y mal vestida, echó dos moneditas de cobre, de muy poco valor; entregó a la obra de Dios lo poco que tenía, lo entregó todo, confiada únicamente en la generosidad de Dios. Lo entregó sin propaganda, no esperaba ni una mención honorífica, no esperaba nada a cambio. El comentario de Jesús no deja lugar a dudas: Les aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros que echan dinero en los cofres... la razón es bien sencilla, los ricos dan lo que les sobra, lo que les estorba y les puede servir para promocionarse, en cambio, aquella viuda entregó todo lo que tenía para vivir. Seguramente la clase sacerdotal alababa a los nobles que llenaban los cepillos del templo, los reverenciaban y los tenían muy presentes en las plegarias, eran el sostén de la casa del Señor, sin duda, nunca se percataban de la presencia de aquella viuda que con pena y discreción depositaba su ofrenda... total, aquellas monedas no servirían para mucho. Afortunadamente la visión de Dios es radicalmente distinta, le ofende el ruido de las monedas que suenan a sangre y explotación, le molesta la inversión de los ricos que quieren comprar el cielo, le desagrada el mercantilismo del clero que se vende al mejor postor y bendice la injusticia; le agrada la humildad y la pobreza de la viuda que dona con el corazón, ella le entregó Dios lo único que tenía para vivir. No le sobra nada, le falta todo, pero tiene la generosidad de depositar su vida en manos de Dios.

La iglesia tiene que aprender del ejemplo de la viuda, a veces parece una prostituta que baila el son de los que pagan, calla la injusticia, bendice fusiles, ignora a los pobres y se arrodilla ante los benefactores que la domestican a cambio de unas o muchas monedas. La iglesia santifica a los que llenan sus cepillos, los mima y les cubre sus latrocinios; para no morder la mano que los alimenta guarda silencio o defiende los intereses de sus padrinos. Esto es grave, pero es más escandalosa la actitud que adopta con los pobres, con los que no tienen la capacidad de llenar los bolsillos del clero. Aquella viuda fue capaz de entregar lo poco que tenía, la iglesia tiene que aprender a dar y no solo recibir, entregarse y no solo esperar, tiene que perder el miedo a quedarse desnuda asida únicamente a la misericordia divina. No se trata de votos hipócritas de pobreza que esconden la opulencia de las fraternidades comunitarias. La viuda comparte su pobreza, entrega con sinceridad, sin ruido ni propaganda y sin pasar la factura a nadie.




sábado, 3 de julio de 2010

Marcos 12, 28-34






28 Entonces se adelantó un maestro de la Ley. Había escuchado la discusión, y se quedaba admirado de cómo Jesús les había contestado. Entonces le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?» 29 Jesús le contestó: «El primer mandamiento es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es un único Señor. 30 Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas. 31 Y después viene este otro: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento más importante que éstos.» 32 El maestro de la Ley le contestó: «Has hablado muy bien, Maestro; tienes razón cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, 33 y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todas las víctimas y sacrificios.» 34 Jesús vio que ésta era respuesta sabia y le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios.»


Los judíos estaban acostumbrados a una lista interminable de mandamientos, las normas que debían guardar se multiplicaban sin restricciones, los piadosos se perdían en un laberinto de prescripciones. La pregunta del escriba es legítima: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Entre tantas normas que asustan, a cuál se debe dar prioridad. En la actualidad la pregunta del fariseo es una necesidad. También hoy el cristianismo está plagado de innumerables ritos, celebraciones piadosas, novenas, rosarios, espiritualismos, disposiciones eclesiales, dogmas, tradiciones... también hoy es necesario acercarse a Jesús y preguntarle ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Para alcanzar una fe sólida, sin el espejismo de la religiosidad popular ni los reduccionismos políticos, necesitamos descubrir la esencia del cristianismo; para no ser víctimas de una casuística que se funda en el pecado, en el temor al infierno, hay que descubrir cuál es el mandamiento principal. Cuando se vive un cristianismo cómodo y tradicional, marcado por la costumbre y la ignorancia, fácilmente nos perdemos en lo trivial, lo accesorio, lo menos importante; se rezan muchas novenas, se inundan de imágenes las iglesias, se suman vigilias, se alardea con los dones de lengua y sanación... se vive un cristianismo encadenado en lo superficial, amarrado a la piedad, los ritos y los dogmas, lo cual no es del todo malo, pero no es lo esencial, es el equivalente al laberinto de prescripciones judías, no es lo más importante.

A la pregunta del fariseo Jesús respondió con las Sagradas Escrituras, el Deuteronomio prescribía: Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas; y en libro del Levítico: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Jesús fue categórico: Ningún mandamiento es más importante que estos. Los judíos conocían los dos mandamientos, el piadoso israelita recordaba diariamente el primer mandamiento, también amaba a sus hermanos de raza y pueblo, incluso respetaba a los extranjeros que vivían en su tierra; por eso el fariseo estuvo de acuerdo con Jesús y se atrevió a criticar los holocaustos y sacrificios del templo, el amor al prójimo vale más que el culto vacío del clero israelita. La esencia de la ley, lo fundamental del cristianismo es el amor a Dios y al prójimo, un binomio inseparable que marca el camino de la salvación. Es imposible amar a Dios sin amar al prójimo, de la misma manera, es imposible amar al prójimo sin amar a Dios. Todo lo demás es adorno, es secundario, es superficial, todo lo demás es una pesada carga que refleja los caprichos de quienes se creen los intérpretes de Dios, los guardianes de la ortodoxia, todo lo demás puede ser bueno si es un medio para amar a Dios y al prójimo. La posición del fariseo satisfizo a Jesús, no estaba perdido, su teología era correcta, por eso le dijo: No estás lejos del reino de Dios, estaba cerca, pero le hacía falta el paso definitivo: reconocer a Jesús como el ungido de Dios y poner en práctica el único mandamiento de la salvación: amar a Dios y al prójimo.

Aquel fariseo estaba cerca del reino de Dios, su intelecto estaba en el camino correcto, pero le hizo falta lo principal, reconocer a Jesús como su Señor. Le hizo falta poner en práctica la teoría que dominaba a la perfección. El cristianismo no es una doctrina, es una experiencia de vida, no basta conocer el evangelio, no es suficiente estudiarlo con fines académicos, hay que hacerlo vida. El mandamiento del amor no es norma de cursilería y sentimentalismo, es un mandato que tiene que traducirse en hechos concretos. El amor evangélico exige la entrega al servicio de los demás, especialmente de los más pobres y necesitados; exige que la profesión, el trabajo, el ocio, la familia, todo, sea el escenario del amor a Dios y al prójimo, no el campo para lograr los intereses mezquinos. Para ser auténticos cristianos tenemos que aprender a descubrir lo esencial, lo fundamental de nuestra fe y no quedarnos en lo accesorio, lo superficial, lo vacío. El único mandamiento de la salvación es el amor a Dios y al prójimo, todo lo demás sólo puede ser un medio, un camino para fortalecer lo principal, de lo contrario es un estorbo que no abona en nada a la concreción del reino de Dios.