domingo, 24 de octubre de 2010

Juan 14, 27




La paz os dejo, os doy mi paz, y no como la da el mundo. No os turbéis ni os acobardéis.


Cesar Augusto logró el milagro: cerró las puertas del templo de Jano, las cuales debían permanecer abiertas en los períodos de guerra, y declaró la pax romana. Los enfrentamientos civiles fueron aplastados, los legionarios sometieron a los rebeldes, prosperó la arquitectura, los nobles cultivaron las artes, floreció la literatura y las arcas del Estado se colmaron con el oro y la plata que provenía de las provincias conquistadas.

El imperio impuso su paz. Roma modeló la paz a su medida. Una paz conquistada por la espada, a precio de invasión y sangre; el mundo era Roma, la paz era la tranquilidad y la prosperidad de la nobleza imperial. Los harapientos que morían de hambre, los esclavos, los campesinos de segunda y tercera clase, los marginados, de ellos… apenas logramos imaginar su existencia porque la historia oficial, eclipsada por el esplendor de Augusto, no reconoce aquella masa que aprendió a sobrevivir con pan y circo. Los sabios conocían el secreto: si quieres la paz, prepárate para la guerra.

También en aquella época, en un pequeño pueblo sometido por la espada imperial, un galileo, sin título ni jerarquía eclesial, un campesino de Nazaret, un soñador que esperaba la inminente instauración del reinado de Dios, un profeta que presentía su fin, se despidió de sus amigos: Mi paz os dejo, mi paz os doy. Y no la doy como la da el mundo. Aquel shalom era más profundo que el acostumbrado saludo de los judíos y radicalmente distinto a la pax romana.

La paz de Jesús de Nazaret no es la ausencia de guerra, mucho menos la prosperidad de la potencia dominante; no es el fruto de la invasión ni el resultado de la fuerza que se impone al más débil; no se funda en el vasallaje ni en la represión de las ideas contrarias, no se logra con la violencia institucionalizada ni con el chantaje político que comercia con la voluntad, el hambre y la desocupación de los marginados. La paz de Jesús de Nazaret nada tiene que ver con la pax romana que anhelan las potencias mundiales que con misiles, armas químicas y tanques se proclaman los gendarmes de la humanidad; tampoco tiene que ver con la ambición de los pequeños dictadores que en nombre de la ortodoxia excomulgan, destierran o degüellan a sus adversarios; ni es la fantasía provocada por los líderes mediáticos que manipulan con el neón de la propaganda y el vino de la publicidad. No el opio que adormece a quienes aceptan el sometimiento y la resignación como requisitos para ingresar en el idílico paraíso celestial; no, la paz de Jesús de Nazaret es fruto de la justicia, del amor y la libertad.

No puede haber paz si no hay justicia. Las víctimas de las estructuras económicamente dominantes tienen derecho a ser desagraviadas, no solo a que se les reconozca como personas sino que se les trate como personas y no como piezas de la maquinaria capitalista diseñada para enriquecer a unos pocos. Las luchas reivindicatorias, la denuncia profética, el compromiso con los pobres, la solidaridad con los oprimidos y marginados, son manifestaciones de la ortopraxis evangélica de los artesanos de la paz. La lucha por justicia está inspirada en el amor, no puede ser venganza, odio ni rencor; no se busca derrocar a un dictador para imponer a otro, quizá peor. El mandamiento del amor es lo que fundamenta la justicia. Amor que ante todo es solidario: con los más necesitados, aquellos que la sociedad de consumo ignora porque no tienen para gastar. Solidaridad que implica compartir y no arrojar las migajas que sobran y están podridas. Amor que libera y no limosna que esclaviza.


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