sábado, 3 de julio de 2010

Marcos 12, 28-34






28 Entonces se adelantó un maestro de la Ley. Había escuchado la discusión, y se quedaba admirado de cómo Jesús les había contestado. Entonces le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?» 29 Jesús le contestó: «El primer mandamiento es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es un único Señor. 30 Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas. 31 Y después viene este otro: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento más importante que éstos.» 32 El maestro de la Ley le contestó: «Has hablado muy bien, Maestro; tienes razón cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, 33 y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todas las víctimas y sacrificios.» 34 Jesús vio que ésta era respuesta sabia y le dijo: «No estás lejos del Reino de Dios.»


Los judíos estaban acostumbrados a una lista interminable de mandamientos, las normas que debían guardar se multiplicaban sin restricciones, los piadosos se perdían en un laberinto de prescripciones. La pregunta del escriba es legítima: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Entre tantas normas que asustan, a cuál se debe dar prioridad. En la actualidad la pregunta del fariseo es una necesidad. También hoy el cristianismo está plagado de innumerables ritos, celebraciones piadosas, novenas, rosarios, espiritualismos, disposiciones eclesiales, dogmas, tradiciones... también hoy es necesario acercarse a Jesús y preguntarle ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Para alcanzar una fe sólida, sin el espejismo de la religiosidad popular ni los reduccionismos políticos, necesitamos descubrir la esencia del cristianismo; para no ser víctimas de una casuística que se funda en el pecado, en el temor al infierno, hay que descubrir cuál es el mandamiento principal. Cuando se vive un cristianismo cómodo y tradicional, marcado por la costumbre y la ignorancia, fácilmente nos perdemos en lo trivial, lo accesorio, lo menos importante; se rezan muchas novenas, se inundan de imágenes las iglesias, se suman vigilias, se alardea con los dones de lengua y sanación... se vive un cristianismo encadenado en lo superficial, amarrado a la piedad, los ritos y los dogmas, lo cual no es del todo malo, pero no es lo esencial, es el equivalente al laberinto de prescripciones judías, no es lo más importante.

A la pregunta del fariseo Jesús respondió con las Sagradas Escrituras, el Deuteronomio prescribía: Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas; y en libro del Levítico: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Jesús fue categórico: Ningún mandamiento es más importante que estos. Los judíos conocían los dos mandamientos, el piadoso israelita recordaba diariamente el primer mandamiento, también amaba a sus hermanos de raza y pueblo, incluso respetaba a los extranjeros que vivían en su tierra; por eso el fariseo estuvo de acuerdo con Jesús y se atrevió a criticar los holocaustos y sacrificios del templo, el amor al prójimo vale más que el culto vacío del clero israelita. La esencia de la ley, lo fundamental del cristianismo es el amor a Dios y al prójimo, un binomio inseparable que marca el camino de la salvación. Es imposible amar a Dios sin amar al prójimo, de la misma manera, es imposible amar al prójimo sin amar a Dios. Todo lo demás es adorno, es secundario, es superficial, todo lo demás es una pesada carga que refleja los caprichos de quienes se creen los intérpretes de Dios, los guardianes de la ortodoxia, todo lo demás puede ser bueno si es un medio para amar a Dios y al prójimo. La posición del fariseo satisfizo a Jesús, no estaba perdido, su teología era correcta, por eso le dijo: No estás lejos del reino de Dios, estaba cerca, pero le hacía falta el paso definitivo: reconocer a Jesús como el ungido de Dios y poner en práctica el único mandamiento de la salvación: amar a Dios y al prójimo.

Aquel fariseo estaba cerca del reino de Dios, su intelecto estaba en el camino correcto, pero le hizo falta lo principal, reconocer a Jesús como su Señor. Le hizo falta poner en práctica la teoría que dominaba a la perfección. El cristianismo no es una doctrina, es una experiencia de vida, no basta conocer el evangelio, no es suficiente estudiarlo con fines académicos, hay que hacerlo vida. El mandamiento del amor no es norma de cursilería y sentimentalismo, es un mandato que tiene que traducirse en hechos concretos. El amor evangélico exige la entrega al servicio de los demás, especialmente de los más pobres y necesitados; exige que la profesión, el trabajo, el ocio, la familia, todo, sea el escenario del amor a Dios y al prójimo, no el campo para lograr los intereses mezquinos. Para ser auténticos cristianos tenemos que aprender a descubrir lo esencial, lo fundamental de nuestra fe y no quedarnos en lo accesorio, lo superficial, lo vacío. El único mandamiento de la salvación es el amor a Dios y al prójimo, todo lo demás sólo puede ser un medio, un camino para fortalecer lo principal, de lo contrario es un estorbo que no abona en nada a la concreción del reino de Dios.

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