27 Y
Jesús concluyó: 'El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el
sábado.
28 Sepan,
pues, que el Hijo del Hombre también es dueño del sábado.
La ley, el dogma, el culto y la iglesia cuando se atienen a
la letra y no al espíritu son cadenas enmohecidas que convierten el evangelio
en una absurda carga pesada. El evangelio es libertad, es la buena nueva que
nos revela que Dios no es un amargado canonista ni un experto dogmático celoso
de la ortodoxia.
En nombre de la ley se han encerrado a muchos inocentes, se
han pisoteado los derechos de los más desprotegidos; la ley es ciega para no
ver la miseria de los pobres que mueren aplastados con su peso, es un sucio
burdel que prostituye los ministerios instituidos para el servicio para
convertirlos en estructuras de poder y dominación. La ley oprime, encarcela y
aplasta a los que están sometidos a su jurisdicción; es un arma despiadada al
servicio del poder y de la jerarquía opresora.
El dogma separa, destierra y expulsa. El dogma divide en
herejes y ortodoxos, en revolucionarios y alineados, en exiliados y serviles.
El dogma prohíbe pensar porque todo está previamente definido, estilizado,
solucionado; lo que desborda sus fronteras es apostasía, irreverencia y crimen.
La ciega fidelidad a los postulados dogmáticos se premia con cargos cortesanos
y capas escarlatas, la infidelidad se paga en la hoguera, en el destierro, en
el olvido, el infiel es un suicida condenado al oscuro silencio.
El culto también puede ser una farsa cuando pierde su
sentido, cuando lo único que importa es la apariencia y el derroche de lujo
superficial que no manifiesta la praxis evangélica. El culto que sacraliza lo
ritual puede ser una máscara para ocultar la falta de compromiso con los
pobres; a veces, el incienso es una cortina de humo que esconde la injusticia y
los atropellos clericales.
La iglesia está llamada a dar testimonio de Jesús, su misión es la praxis evangélica; la iglesia tiene que ser signo viviente de justicia y libertad, sacramento de la presencia liberadora de Jesús, por tanto, está al servicio del hombre, al que tiene que iluminar, acompañar y liberar. De ninguna manera la iglesia puede atribuirse el monopolio de la salvación ni puede fundamentar el poder eclesiástico en el derecho divino, su validez sólo deriva del servicio, del testimonio, de la praxis evangélica. La iglesia, igual que la ley, los dogmas y el culto solo tienen sentido cuando son instrumentos de la libertad de Jesús que predicó que "el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado"
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