jueves, 6 de febrero de 2025

Jn 19,20


 

19Ese mismo día, el primer después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: ¡La paz esté con ustedes!

El miedo paraliza, enmudece, acobarda; convierte en guiñapos a los gigantes y domestica a las fieras; el miedo descristianiza a los que huyen del martirio y adormece las conciencias de los que ofrecen incienso en el altar de los dioses y besan los pies de los césares.

 Después del fracaso del profeta de Nazaret, de aquella historia llena de esperanzas que culminó en la cruz, de aquella ilusión de libertad que enmudeció en el madero de los malditos… ¿Qué se podía esperar? La reacción de los amigos de Jesús es natural y comprensible, solo los tontos saldrían a la calle; había que esconderse hasta que todo se apaciguara, hasta que se olvidaran de aquel judío que se atrevió a desafiar a las supremas autoridades y al final recibió su merecido.

El miedo paraliza a la gente buena, la hace inútil, servil y cobarde. Los que dominan y viven embriagados de poder, crean fantasmas y siembran miedo, después les basta gruñir y sus adversarios se postran a sus pies; hasta las fieras salvajes se rinden cuando el miedo se apodera de sus colmillos y ya no pueden huir. El miedo a perder la vida no es negociable, tampoco se puede obviar el temor a que dañen a nuestros seres queridos. Asusta la idea del sufrimiento y la desgracia; pero los miedos se multiplican como una metástasis cancerígena que lo invade todo.

 

Cuando reina el miedo, los ladrones dictan códigos de ética, los hampones son los jueces y legisladores, los hijos pierden el respeto a sus padres y los docentes son marionetas de sus estudiantes, los clérigos predican resignación y bendicen los látigos de los explotadores, las cárceles están repletas de inocentes y los profetas ponen precio a sus denuncias. Cuando el miedo impone su voluntad los más honrados huyen, el resto aplaude y vitorea a los que empuñan la espada del poder.

 

¡Sorpresa! ¡El crucificado no está muerto! El ajusticiado que murió abandonado por sus compañeros y por el Dios que predicó, está vivo, su muerte no fue en vano; estaban equivocados los intérpretes de Dios, Jesús no era blasfemo ni Dios lo había condenado, es el Hijo que por sus hermanos los hombres se entregó confiado al Padre y Dios lo resucitó. Es el Señor que venció a la muerte y ahora vive en Dios. Su presencia es real, no es un fantasma, está vivo en una dimensión que no está sujeta a la materia, traspasa los límites del espacio y el tiempo. Los muros de piedra no le impiden llegar a sus hermanos. No es una ilusión, es el mismo crucificado que Dios resucitó.

 

Ya no hay espacio para el miedo, ya no es tiempo de mantener las puertas cerradas ni de ocultarse. En la cruz, Jesús de Nazaret conquistó la libertad, rompió de una vez para siempre las cadenas del miedo y de la estafa religiosa. Nos hizo libres para luchar, aquí y ahora, por la construcción del reino de Dios; no más apariencias ni alienaciones espirituales que nos hacen vasallos de un paraíso celestial que se gana con rezos, limosnas y resignación. Jesús de Nazaret, el profeta galileo condenado por los guardianes de la ortodoxia judía y ajusticiado por el imperio romano, el crucificado, es el mismo que Dios glorificó, es el que está vivo, el que está presente en medio de nosotros, el resucitado que nos invita a vencer el miedo y nos llama a salir al mundo a anunciar la buena nueva a los pobres.

 

Jesús de Nazaret resucitó, Dios confirmó su causa; su vida, su mensaje, su muerte no fueron en vano, la secularización que hizo de Dios era correcta, en adelante, el templo ya no sería la cárcel del Altísimo ni el Sumo Sacerdote tendría poder para manipular al tres veces Santo. Jesús de Nazaret enseñó que a Dios, su Padre, se le encuentra en el hermano, preferencialmente en el pobre, el que sufre, el marginado, el que siempre estuvo ausente en los cánones oficiales.

 

Si el miedo paraliza, la fe en el resucitado no sólo es fortaleza y confianza, es un compromiso que rompe las ataduras que nos impiden realizarnos en libertad, es la vivencia que provoca la auténtica lucha por la justicia y la dignidad de los pobres. Es irreconciliable la fe en el resucitado y la parálisis que enmudece a los pastores que no se atreven a ejercer su ministerio profético y son cómplices de la crucifixión de sus fieles. Celebremos la pascua derrotando al miedo y proclamemos con nuestra vida que el reino de Dios está presente entre nosotros.

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