19Ese mismo día, el primer después del sábado, los
discípulos estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a
los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: ¡La paz
esté con ustedes!
El miedo paraliza, enmudece, acobarda; convierte en
guiñapos a los gigantes y domestica a las fieras; el miedo descristianiza a los
que huyen del martirio y adormece las conciencias de los que ofrecen incienso
en el altar de los dioses y besan los pies de los césares.
El miedo paraliza a la gente buena, la hace inútil,
servil y cobarde. Los que dominan y viven embriagados de poder, crean fantasmas
y siembran miedo, después les basta gruñir y sus adversarios se postran a sus
pies; hasta las fieras salvajes se rinden cuando el miedo se apodera de sus
colmillos y ya no pueden huir. El miedo a perder la vida no es negociable,
tampoco se puede obviar el temor a que dañen a nuestros seres queridos. Asusta
la idea del sufrimiento y la desgracia; pero los miedos se multiplican como una
metástasis cancerígena que lo invade todo.
Cuando reina el miedo, los ladrones dictan códigos de
ética, los hampones son los jueces y legisladores, los hijos pierden el respeto
a sus padres y los docentes son marionetas de sus estudiantes, los clérigos
predican resignación y bendicen los látigos de los explotadores, las cárceles
están repletas de inocentes y los profetas ponen precio a sus denuncias. Cuando
el miedo impone su voluntad los más honrados huyen, el resto aplaude y vitorea
a los que empuñan la espada del poder.
¡Sorpresa! ¡El crucificado no está muerto! El
ajusticiado que murió abandonado por sus compañeros y por el Dios que predicó,
está vivo, su muerte no fue en vano; estaban equivocados los intérpretes de
Dios, Jesús no era blasfemo ni Dios lo había condenado, es el Hijo que por sus
hermanos los hombres se entregó confiado al Padre y Dios lo resucitó. Es el
Señor que venció a la muerte y ahora vive en Dios. Su presencia es real, no es
un fantasma, está vivo en una dimensión que no está sujeta a la materia, traspasa
los límites del espacio y el tiempo. Los muros de piedra no le impiden llegar a
sus hermanos. No es una ilusión, es el mismo crucificado que Dios resucitó.
Ya no hay espacio para el miedo, ya no es tiempo de
mantener las puertas cerradas ni de ocultarse. En la cruz, Jesús de Nazaret
conquistó la libertad, rompió de una vez para siempre las cadenas del miedo y
de la estafa religiosa. Nos hizo libres para luchar, aquí y ahora, por la
construcción del reino de Dios; no más apariencias ni alienaciones espirituales
que nos hacen vasallos de un paraíso celestial que se gana con rezos, limosnas
y resignación. Jesús de Nazaret, el profeta galileo condenado por los guardianes
de la ortodoxia judía y ajusticiado por el imperio romano, el crucificado, es
el mismo que Dios glorificó, es el que está vivo, el que está presente en medio
de nosotros, el resucitado que nos invita a vencer el miedo y nos llama a salir
al mundo a anunciar la buena nueva a los pobres.
Jesús de Nazaret resucitó, Dios confirmó su causa; su
vida, su mensaje, su muerte no fueron en vano, la secularización que hizo de
Dios era correcta, en adelante, el templo ya no sería la cárcel del Altísimo ni
el Sumo Sacerdote tendría poder para manipular al tres veces Santo. Jesús de
Nazaret enseñó que a Dios, su Padre, se le encuentra en el hermano,
preferencialmente en el pobre, el que sufre, el marginado, el que siempre
estuvo ausente en los cánones oficiales.
Si el miedo paraliza, la fe en el resucitado no sólo
es fortaleza y confianza, es un compromiso que rompe las ataduras que nos
impiden realizarnos en libertad, es la vivencia que provoca la auténtica lucha
por la justicia y la dignidad de los pobres. Es irreconciliable la fe en el
resucitado y la parálisis que enmudece a los pastores que no se atreven a
ejercer su ministerio profético y son cómplices de la crucifixión de sus
fieles. Celebremos la pascua derrotando al miedo y proclamemos con nuestra vida
que el reino de Dios está presente entre nosotros.
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