53 Les contestó
Jesús: —Les aseguro que si no comen la carne y beben la sangre del Hijo del
Hombre, no tendrán vida en ustedes. 54 Quien come mi carne y
bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. 55
Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. 56
Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. 57 Como
el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por
mí.
El
culto vacío, monótono, mágico y cuyo incumplimiento se castiga con pecado
mortal es la imagen desfigurada que la iglesia ofrece de la eucaristía. Un
triste ritual inundado de incienso, sermones insípidos, pólvora y el frío
gregarismo de los fieles que dormitan distraídos. Una asamblea prisionera de
fórmulas que se susurran con rapidez y monotonía, un penoso monopolio clerical
que se distancia de los fieles a quienes
reduce a la pasividad y el hastío. Un culto deformado con velas y
limosnas para atrapar los favores divinos y controlar la voluntad de Dios; un
sacramento convertido en magia para curar, ganar plata, bendecir guerras y
vencer enemigos. Una pobre caricatura de la cena del Señor que la iglesia
primitiva compartió con entusiasmo y testimonio martirial.
Eucaristía es acción de gracias, un reconocimiento al Dios
misericordioso que nos congrega en comunidad de fe y amor; es una fiesta para
celebrar que el Crucificado-Resucitado está en medio de nosotros, como un
hermano que comparte alegría y sufrimiento, sueños y fracasos, luchas y miedos,
pobreza y esperanza; un memorial que compromete radicalmente, que sacude
nuestras vidas adormecidas y nos envía a proclamar el reinado de Dios en este
mundo marcado por la injusticia y la exclusión; es pan y vino compartido para
saciar el hambre de los pobres que mueren marginados por un sociedad
consumista.
La Eucaristía no puede ser un culto individual que responde a los
intereses mezquinos de quienes pagan un rito para tranquilizar sus conciencias,
es un encuentro de una comunidad con el Dios de amor para compartir la Palabra
que ilumina nuestro quehacer diario. Los estipendios por intenciones fantasmas
y por encargos egoístas deberían ser parte del pasado, la liturgia no es
mercancía ni es un oficio valuado en dólares que excluyen a los más pobres que
no pueden comprar servicios religiosos. Nadie debería vivir del altar. El culto
no es negocio para despojar a los pobres de las monedas que tiene para comer ni
sirve tampoco para lavar riquezas que huelen a sangre y explotación. Ya es
tiempo de desacralizar las limosnas y de retirar de los templos a los santos
pedigüeños que ofertan milagros a cambio de velas y unas monedas.
La Eucaristía no se puede improvisar porque es una celebración
festiva en la que el Crucificado-Resucitado nos despierta de nuestra
mediocridad, proclama que el reinado de Dios está presente en lo cotidiano de
nuestra existencia y nos llama al seguimiento radical. Es una fiesta del pueblo
de Dios, de los seguidores de Jesús de Nazaret, no es un patrimonio de ungidos
ni de privilegiados; es la cena del Señor que comparten pecadores, prostitutas
y publicanos, a quienes por gracia divina y no por méritos se ofrece el perdón
y la liberación. La Eucaristía no es la fiesta de los puros, los sin pecado,
los perfectos, los que siempre encuentran la pelusa en los ojos ajenos y los
que gozan de membrecía en varios grupos piadosos; no, la Eucaristía es la
fiesta de los aman, de los que están dispuestos a entregar su vida al servicio
de los demás, aunque sean imprudentes y poco ortodoxos.
El sacramento es pan y vino, la metáfora del cuerpo y la sangre del Crucificado-Resucitado que fue fiel a la voluntad de Dios hasta las últimas consecuencias, que entregó su vida como un servicio de liberación para la humanidad. Es la metáfora del cuerpo y la sangre de Jesús de Nazaret que recorrió Galilea proclamando el reinado de Dios, curando enfermos y liberando a los oprimidos del mal; que fue tentado por el poder y la fama, que tuvo miedo a la muerte, pero eligió la voluntad de su Padre. La Eucaristía es pan y vino compartido, es compromiso y entrega solidaria con la pasión de un mundo crucificado por la injusticia global que enriquece a una casta privilegiada y empobrece a las mayorías desprotegidas. La expresión litúrgica de consumir el pan y el vino del altar tiene la irrenunciable consecuencia, también sagrada, de compartir nuestro pan con los pobres y necesitados. Alimentarse del Crucificado-Resucitado es compartir el pan, el tiempo y la vida con el prójimo que camina a nuestro lado