domingo, 23 de febrero de 2025

Jn 6, 53-56

 



53 Les contestó Jesús: —Les aseguro que si no comen la carne y beben la sangre del Hijo del Hombre, no tendrán vida en ustedes. 54 Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. 55 Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. 56 Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. 57 Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí.

 

El culto vacío, monótono, mágico y cuyo incumplimiento se castiga con pecado mortal es la imagen desfigurada que la iglesia ofrece de la eucaristía. Un triste ritual inundado de incienso, sermones insípidos, pólvora y el frío gregarismo de los fieles que dormitan distraídos. Una asamblea prisionera de fórmulas que se susurran con rapidez y monotonía, un penoso monopolio clerical que se distancia de los fieles a quienes  reduce a la pasividad y el hastío. Un culto deformado con velas y limosnas para atrapar los favores divinos y controlar la voluntad de Dios; un sacramento convertido en magia para curar, ganar plata, bendecir guerras y vencer enemigos. Una pobre caricatura de la cena del Señor que la iglesia primitiva compartió con entusiasmo y testimonio martirial.

Eucaristía es acción de gracias, un reconocimiento al Dios misericordioso que nos congrega en comunidad de fe y amor; es una fiesta para celebrar que el Crucificado-Resucitado está en medio de nosotros, como un hermano que comparte alegría y sufrimiento, sueños y fracasos, luchas y miedos, pobreza y esperanza; un memorial que compromete radicalmente, que sacude nuestras vidas adormecidas y nos envía a proclamar el reinado de Dios en este mundo marcado por la injusticia y la exclusión; es pan y vino compartido para saciar el hambre de los pobres que mueren marginados por un sociedad consumista.

La Eucaristía no puede ser un culto individual que responde a los intereses mezquinos de quienes pagan un rito para tranquilizar sus conciencias, es un encuentro de una comunidad con el Dios de amor para compartir la Palabra que ilumina nuestro quehacer diario. Los estipendios por intenciones fantasmas y por encargos egoístas deberían ser parte del pasado, la liturgia no es mercancía ni es un oficio valuado en dólares que excluyen a los más pobres que no pueden comprar servicios religiosos. Nadie debería vivir del altar. El culto no es negocio para despojar a los pobres de las monedas que tiene para comer ni sirve tampoco para lavar riquezas que huelen a sangre y explotación. Ya es tiempo de desacralizar las limosnas y de retirar de los templos a los santos pedigüeños que ofertan milagros a cambio de velas y unas monedas.

La Eucaristía no se puede improvisar porque es una celebración festiva en la que el Crucificado-Resucitado nos despierta de nuestra mediocridad, proclama que el reinado de Dios está presente en lo cotidiano de nuestra existencia y nos llama al seguimiento radical. Es una fiesta del pueblo de Dios, de los seguidores de Jesús de Nazaret, no es un patrimonio de ungidos ni de privilegiados; es la cena del Señor que comparten pecadores, prostitutas y publicanos, a quienes por gracia divina y no por méritos se ofrece el perdón y la liberación. La Eucaristía no es la fiesta de los puros, los sin pecado, los perfectos, los que siempre encuentran la pelusa en los ojos ajenos y los que gozan de membrecía en varios grupos piadosos; no, la Eucaristía es la fiesta de los aman, de los que están dispuestos a entregar su vida al servicio de los demás, aunque sean imprudentes y poco ortodoxos. 

El sacramento es pan y vino, la metáfora del cuerpo y la sangre del Crucificado-Resucitado que fue fiel a la voluntad de Dios hasta las últimas consecuencias, que entregó su vida como un servicio de liberación para la humanidad. Es la metáfora del cuerpo y la sangre de Jesús de Nazaret que recorrió Galilea proclamando el reinado de Dios, curando enfermos y liberando a los oprimidos del mal; que fue tentado por el poder y la fama, que tuvo miedo a la muerte, pero eligió la voluntad de su Padre. La Eucaristía es pan y vino compartido, es compromiso y entrega solidaria con la pasión de un mundo crucificado por la injusticia global que enriquece a una casta privilegiada y empobrece a las mayorías desprotegidas. La expresión litúrgica de consumir el pan y el vino del altar tiene la irrenunciable consecuencia, también sagrada, de compartir nuestro pan con los pobres y necesitados. Alimentarse del Crucificado-Resucitado es compartir el pan, el tiempo y la vida con el prójimo que camina a nuestro lado

Lc 10, 3-4a



 3 Vayan, que yo los envío como ovejas entre lobos. 4 No lleven bolsa ni alforja ni sandalias.

 

Los inquisidores, aguafiestas, sabelotodo y canonistas se han apoderado de la iglesia. Lo que en sus inicios fueron pequeñas y ligeras barcas, capaces de navegar en golfos, esteros y puntas; hoy es un enorme buque de hierro, pesado y lento, que requiere puertos y mar profundo. En aquel tiempo eran pescadores, campesinos y hasta recaudadores de impuesto, el único requisito que se les exigió era seguir al profeta de Galilea; hoy se demanda doctores, maestros y sabios expertos en la ciencia de Dios, se hacen llamar eminencias y sueñan, muy clandestinamente, con el púrpura de la jerarquía. Aquellos eran predicadores itinerantes, felices discípulos que anhelaban compartir su experiencia pascual, compañeros solidarios dispuestos a morir por la fe y sus hermanos; dos milenios después, los caminos languidecen sin huellas, se prefiere la comodidad y el banquete palaciego, se discuten dogmas, se añora el latín y se excomulga a los vagabundos que irrespetan las alambradas de la doctrina. La plata, el poder y la fama han prostituido la vocación. Los viejos misioneros de antaño ya no inspiran a los grumetes que viajan en primera clase, con seguro  y azafata incluida. Hoy la sotana es sinónimo de status, una obsoleta indumentaria que garantiza visas y abre puertas en el extranjero, un negro pasaporte para escalar peldaños en la sociedad. Los misioneros de antaño suspiraban por África y las tierras musulmanas; hoy, las comunidades indígenas, los cantones y las barriadas no significan nada, el léxico misionero se gasta en congresos y en papeles de escritorio. La misión ya no hierve en la sangre de los religiosos de profesión. El último encargo del Crucificado-Resucitado cayó en desuso. Los nuevos discípulos se afanan por alcanzar prestigio, coleccionan títulos teológicos y se codean con los poderosos, pero olvidaron ser heraldos del reinado de Dios.

Jesús de Nazaret fue un profeta itinerante, un vagabundo de Dios, un soñador que recorrió las aldeas de Galilea; no buscó la fama ni el poder, pobre entre los pobres; amigo de tertulias y del vino, un laico que rompió los moldes religiosos de su época y no se dejó atar por los cánones de la ortodoxia del templo. Un peregrino que pasó haciendo el bien. Liberó a los poseídos por los poderes demoniacos que someten y esclavizan a los sencillos, sanó a los enfermos, curó las heridas de los marginados de aquella sociedad teocrática y anunció la buena noticia de la presencia del reinado de Dios. Llamó bienaventurados a los pobres, a los hambrientos y a los perseguidos; sintió lástima por aquel joven rico que no fue capaz de desprenderse de su confortable seguridad. Su muerte sangrienta selló la fidelidad de su vida. Antes de retornar al Padre encargó a sus discípulos una misión que no se puede soslayar: predicar el evangelio. La buena noticia que se debe transmitir con el testimonio de una vida al servicio del prójimo, especialmente al más necesitado, al que las sociedades consumistas excluyen y aplastan, a quienes la maquinaria productiva desecha por viejos, enfermos e inútiles. Un evangelio que se debe proclamar sin reservas ni prudencias, sin mutilaciones ni torpes diplomacias, que no responda a la conveniencia política ni económica. La misión es proclamar la presencia del reinado de Dios a todo el mundo. El mensaje del Crucificado-Resucitado tiene que llegar con toda su fuerza profética a los señores que controlan este mundo, a los que gobiernan y a los mandan con su riqueza; es terriblemente escandaloso que se llamen cristianos, comulguen en las misas protocolarias y los bendiga la jerarquía eclesial… si se dedican a explotar a sus empleados, son corruptos y solamente les importa incrementar sus ganancias. La misión es predicar un evangelio que libere y sane a las víctimas de la intolerancia, que haga justicia a los mártires de la oposición, que inspire solidaridad y compromiso con los que sufren y están desamparados. Para predicar el evangelio de Jesús de Nazaret no se requiere elocuencia ni demagogia,  no se necesita ni hablar en lenguas ni ofrecer milagros… se exige autenticidad y compromiso hasta las últimas consecuencias.

jueves, 13 de febrero de 2025

Mc 2, 27-28

 


27 Y Jesús concluyó: 'El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado.

28 Sepan, pues, que el Hijo del Hombre también es dueño del sábado.

 

La ley, el dogma, el culto y la iglesia cuando se atienen a la letra y no al espíritu son cadenas enmohecidas que convierten el evangelio en una absurda carga pesada. El evangelio es libertad, es la buena nueva que nos revela que Dios no es un amargado canonista ni un experto dogmático celoso de la ortodoxia.

En nombre de la ley se han encerrado a muchos inocentes, se han pisoteado los derechos de los más desprotegidos; la ley es ciega para no ver la miseria de los pobres que mueren aplastados con su peso, es un sucio burdel que prostituye los ministerios instituidos para el servicio para convertirlos en estructuras de poder y dominación. La ley oprime, encarcela y aplasta a los que están sometidos a su jurisdicción; es un arma despiadada al servicio del poder y de la jerarquía opresora.

El dogma separa, destierra y expulsa. El dogma divide en herejes y ortodoxos, en revolucionarios y alineados, en exiliados y serviles. El dogma prohíbe pensar porque todo está previamente definido, estilizado, solucionado; lo que desborda sus fronteras es apostasía, irreverencia y crimen. La ciega fidelidad a los postulados dogmáticos se premia con cargos cortesanos y capas escarlatas, la infidelidad se paga en la hoguera, en el destierro, en el olvido, el infiel es un suicida condenado al oscuro silencio.

El culto también puede ser una farsa cuando pierde su sentido, cuando lo único que importa es la apariencia y el derroche de lujo superficial que no manifiesta la praxis evangélica. El culto que sacraliza lo ritual puede ser una máscara para ocultar la falta de compromiso con los pobres; a veces, el incienso es una cortina de humo que esconde la injusticia y los atropellos clericales.

La iglesia está llamada a dar testimonio de Jesús, su misión es la praxis evangélica; la iglesia tiene que ser signo viviente de justicia y libertad, sacramento de la presencia liberadora de Jesús, por tanto, está al servicio del hombre, al que tiene que iluminar, acompañar y liberar. De ninguna manera la iglesia puede atribuirse el monopolio de la salvación ni puede fundamentar el poder eclesiástico en el derecho divino, su validez sólo deriva del servicio, del testimonio, de la praxis evangélica. La iglesia, igual que la ley, los dogmas y el culto solo tienen sentido cuando son instrumentos de la libertad de Jesús que predicó que "el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado"

jueves, 6 de febrero de 2025

Jn 19,20


 

19Ese mismo día, el primer después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: ¡La paz esté con ustedes!

El miedo paraliza, enmudece, acobarda; convierte en guiñapos a los gigantes y domestica a las fieras; el miedo descristianiza a los que huyen del martirio y adormece las conciencias de los que ofrecen incienso en el altar de los dioses y besan los pies de los césares.

 Después del fracaso del profeta de Nazaret, de aquella historia llena de esperanzas que culminó en la cruz, de aquella ilusión de libertad que enmudeció en el madero de los malditos… ¿Qué se podía esperar? La reacción de los amigos de Jesús es natural y comprensible, solo los tontos saldrían a la calle; había que esconderse hasta que todo se apaciguara, hasta que se olvidaran de aquel judío que se atrevió a desafiar a las supremas autoridades y al final recibió su merecido.

El miedo paraliza a la gente buena, la hace inútil, servil y cobarde. Los que dominan y viven embriagados de poder, crean fantasmas y siembran miedo, después les basta gruñir y sus adversarios se postran a sus pies; hasta las fieras salvajes se rinden cuando el miedo se apodera de sus colmillos y ya no pueden huir. El miedo a perder la vida no es negociable, tampoco se puede obviar el temor a que dañen a nuestros seres queridos. Asusta la idea del sufrimiento y la desgracia; pero los miedos se multiplican como una metástasis cancerígena que lo invade todo.

 

Cuando reina el miedo, los ladrones dictan códigos de ética, los hampones son los jueces y legisladores, los hijos pierden el respeto a sus padres y los docentes son marionetas de sus estudiantes, los clérigos predican resignación y bendicen los látigos de los explotadores, las cárceles están repletas de inocentes y los profetas ponen precio a sus denuncias. Cuando el miedo impone su voluntad los más honrados huyen, el resto aplaude y vitorea a los que empuñan la espada del poder.

 

¡Sorpresa! ¡El crucificado no está muerto! El ajusticiado que murió abandonado por sus compañeros y por el Dios que predicó, está vivo, su muerte no fue en vano; estaban equivocados los intérpretes de Dios, Jesús no era blasfemo ni Dios lo había condenado, es el Hijo que por sus hermanos los hombres se entregó confiado al Padre y Dios lo resucitó. Es el Señor que venció a la muerte y ahora vive en Dios. Su presencia es real, no es un fantasma, está vivo en una dimensión que no está sujeta a la materia, traspasa los límites del espacio y el tiempo. Los muros de piedra no le impiden llegar a sus hermanos. No es una ilusión, es el mismo crucificado que Dios resucitó.

 

Ya no hay espacio para el miedo, ya no es tiempo de mantener las puertas cerradas ni de ocultarse. En la cruz, Jesús de Nazaret conquistó la libertad, rompió de una vez para siempre las cadenas del miedo y de la estafa religiosa. Nos hizo libres para luchar, aquí y ahora, por la construcción del reino de Dios; no más apariencias ni alienaciones espirituales que nos hacen vasallos de un paraíso celestial que se gana con rezos, limosnas y resignación. Jesús de Nazaret, el profeta galileo condenado por los guardianes de la ortodoxia judía y ajusticiado por el imperio romano, el crucificado, es el mismo que Dios glorificó, es el que está vivo, el que está presente en medio de nosotros, el resucitado que nos invita a vencer el miedo y nos llama a salir al mundo a anunciar la buena nueva a los pobres.

 

Jesús de Nazaret resucitó, Dios confirmó su causa; su vida, su mensaje, su muerte no fueron en vano, la secularización que hizo de Dios era correcta, en adelante, el templo ya no sería la cárcel del Altísimo ni el Sumo Sacerdote tendría poder para manipular al tres veces Santo. Jesús de Nazaret enseñó que a Dios, su Padre, se le encuentra en el hermano, preferencialmente en el pobre, el que sufre, el marginado, el que siempre estuvo ausente en los cánones oficiales.

 

Si el miedo paraliza, la fe en el resucitado no sólo es fortaleza y confianza, es un compromiso que rompe las ataduras que nos impiden realizarnos en libertad, es la vivencia que provoca la auténtica lucha por la justicia y la dignidad de los pobres. Es irreconciliable la fe en el resucitado y la parálisis que enmudece a los pastores que no se atreven a ejercer su ministerio profético y son cómplices de la crucifixión de sus fieles. Celebremos la pascua derrotando al miedo y proclamemos con nuestra vida que el reino de Dios está presente entre nosotros.

lunes, 3 de febrero de 2025

Juan 15,4-5

 



4 pero permanezcan en mí como yo permanezco en ustedes. Una rama no puede producir fruto por sí misma si no permanece unida a la vid; tampoco ustedes pueden producir fruto si no permanecen en mí.
5 Yo soy la vid y ustedes las ramas. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, pero sin mí no pueden hacer nada.


En las iglesias hay más estafadores de la fe que verdaderos creyentes. Hay pequeños y grandes farsantes que prometen el paraíso a cambio de diezmos; están los guardianes de la ortodoxia que defienden la minucia de la doctrina y se olvidan de vivir el evangelio; sobran los cobardes y prudentes que se esconden en el fanatismo espiritual y flotan en sus cielos místicos, pero ignoran el polvo y el fango de esta tierra; dan lástima los modernos predicadores que acomodan las exigencias evangélicas a sus gustos ligh, antes  convirtieron a Jesús en el  hippie de los setentas y hoy es un empedernido consumista cibernauta, practicante del zen, el fenchu  y el yoga. Las comidas fraternas de Galilea, aquel encuentro con pecadores y prostitutas, es ahora un lucrativo negocio con menús gourmet, alabanzas y ofrendas en efectivo. Los conversos, los iniciados, los dueños de cofradías y grupos pastorales se pavonean porque hablan en lenguas, huelen espíritus y son los elegidos del altísimo, pero todo el vigor se gasta en asambleas, retiros y cultos que adormecen, en liturgias sociales y estampas sosas. No hay compromiso, sólo incienso y ritos monótonos y aburridos, a los que no puedes faltar sin cometer pecado;   no hay opción por la justicia, sólo cultos maquillados con lágrimas, aplausos, risas y gritos que ocultan los intereses mezquinos de quienes se enriquecen en el nombre de Dios. Nos chantajean con  el infierno… para vaciar los bolsillos, para desmontar batallas y someter rebeldes. Los estafadores de la fe no son ramas auténticas, sus frutos son la expresión carnavalesca del egoísmo piadoso, sus obras son vacías porque están desgajadas de la vid verdadera.
Jesús de Nazaret es la vid verdadera, la única fuente de los frutos del reinado de Dios. Para producir obras de amor es imprescindible estar injertados en el profeta de Galilea. Hay que seguir al Crucificado-Resucitado, a Jesús de Nazaret, que compartió su pobreza con los desposeídos y marginados, que fue tolerante y no excluyente, que festejó la vida y abrazó impuros, pecadores, ladrones y miserables. Seguir a Jesús de Nazaret es aceptar la provocación evangélica que no deja espacio a la mediocridad; es cumplir la voluntad de Dios que nos llama a ser sal y luz en un mundo cercenado por la injusticia, el dolor y el egoísmo. El que sigue al Señor no puede ser un estafador de la fe, su liturgia será un encuentro personal con el Resucitado que lo impulsa a luchar por la liberación de los pobres y oprimidos; su compromiso comunitario no se limita a las fronteras confesionales, es hermano de todos, especialmente de los predilectos de Dios: los pobres. Su oración no es un sedante que adormece conciencias, es la fuerza indispensable para exigir justicia, respeto y dignidad. Su vocación es servir, entregarse a los demás; arriesgar la vida, si es necesario, para construir un mundo más justo y humano. Hay que permanecer unidos al Señor para dar frutos de amor, pero no hay que olvidar que no es la ortodoxia ni la iglesia institucional las que garantizan ser sarmientos de la vid verdadera; la Iglesia, es un camino y no la meta; la doctrina es una guía, pero no es el Evangelio… seguimos única y exclusivamente a Jesús de Nazaret.